“Reivindico la rosca… que a veces me tomo el trabajo de definirla, porque es algo muy humano, es entregar el ser, algo de lo que es uno con el otro; las conversaciones que tenemos casi en forma permanente tienen un gran porcentaje de lo que somos en la vida, de quiénes somos, de qué familia conformamos…”

Emilio Monzó (5/12/2018)

El presidente de una Cámara de Diputados que ajustó a los jubilados, en un contexto de crecimiento del desempleo y la pobreza, un parlamento que renunciaba a pedir rendición de cuentas por el endeudamiento más dañoso de la historia de nuestro país, protagonizó a fines de 2018 un momento grotesco: con la voz resquebrajada de emoción dijo despidiéndose de su rol en la Cámara, -“reivindico la rosca”, ante el cerrado aplauso de los diputados oficialistas y opositores. ¿Se le puede llamar a eso “cerrar la grieta”? Aunque la denominada “grieta”, lejos de antagonismos reales y transversales a su repartición de la política, no es otra cosa que entretenimiento, espectáculo de las diferencias políticas como complemento de la opacidad de la rosca, donde las diferencias políticas se diluyen en nombre del sostenimiento de una red de factores de poder. Parece desproporcionada la relación entre grieta y rosca. La primera corre con los tiempos de la inmediatez, adopta la forma de la reacción, del prejuicio, es el dispositivo de la opinión llevado a su máxima –y, por ello, más decadente– expresión. Es una desnudez mal llevada que carcome el espíritu. Participar de la llamada “grieta” supone aceptar la discusión sin herramientas como modus operandi, andar con el veneno en el bolsillo (¡el bulto se nota!), la voluntad de tener razón sobreexpuesta, en definitiva, el descuido de sí y de los otros a cambio de un pequeño goce. La rosca, en cambio, es una suerte de goce diferido, una actividad revestida por varias capas y tensionada entre la negociación y la traición. Quienes participan de ella se arrogan herramientas ajenas a los habitantes de la grieta (por caso, la gilada) y no hay veneno en el café que rompa definitivamente los vínculos entre opositores. La enunciación de la rosca es la del entendido y en lugar de reaccionar en lo inmediato se valora el timing, el guiño, la cara de póker. Grieta y rosca son anverso y reverso del vaciamiento de la política, por un lado, máxima superficialidad, borde antipolítico, y, por otro, profundidades que todo lo hunden en la lógica del poder por el poder.

El propio presidente, reconocido orfebre de pasillo, rosquero apreciado por sus pares, fue anunciado como candidato a través de las redes sociales ante la sorpresa de propios y ajenos. Más allá de la reacción condescendiente de una militancia poco acostumbrada a participar de las decisiones, más allá de la valoración del “gesto” de la ex presidenta y de la posterior eficacia del dispositivo electoral, hay un aspecto que escasamente fue tratado: el desplazamiento de la rosca de su hábitat natural, el pasillo y el entretelón, al centro del teatro político. De algún modo, la crítica interna de Monzó a su partido, cuando distinguía entre rosca y marketing, es revalidada a partir de la consagración de un rosquero como presidente. Al mismo tiempo, la ausencia de conducción política en un sentido clásico expone con mayor crudeza las rencillas de un gobierno loteado.

Hace una semana comenzó a circular un spot de campaña de Florencio Randazzo que abona en la misma dirección. Se observa la teatralización de un momento, al parecer, traumático para el candidato, en el que le fue denegada su candidatura presidencial tras haber sido primero fogoneada por el gobierno de entonces. Randazzo se pavoneaba como candidato por 678 y Carta Abierta, desde donde se vapuleaba a Scioli –el otro posible candidato– por su fisonomía empresarial, su relación con el Grupo Clarín y su indefinición a la hora de dar cuenta de la conflictividad política. En ese momento, una de las patas importantes de los movimientos sociales, el Evita, promovía como candidato a Jorge Taiana. Pero la rosca fue más fuerte. El consenso en torno al ajuste estaba jugado (los economistas de Macri, Scioli y Massa así lo dejaban ver) y la discusión se cerraba como el candidato, la rosca había decidido: gradualismo o shock. Volviendo al video de Randazzo: se observa una vulgar imitación de voz de la vicepresidenta y unas manos que pretenden ser las de Cristina Fernández, en su rol de conductora política, negándole a Randazzo la posibilidad de ser candidato, propinando insultos y comportándose como una especie de tirana caprichosa. Por un lado, se intenta movilizar un imaginario reaccionario que fue alimentado durante buena parte del período kirchnerista entre los sectores antipopulares; pero lo más notable es la explicitación de la rosca. El candidato Randazzo, que en las elecciones intermedias de 2017 fue apoyado por el Alberto Fernández rosquero y el Movimiento Evita, nos dice que el problema no fue la rosca como sustitución de la política, sino que en el interior de esa rosca de la que él forma parte le incumplieron la palabra. Su eslogan y su mensaje es disparatado: eso que considera el valor de la palabra (“a mí sí me importa la palabra”) es, en realidad, la palabra que circula entre referentes políticos, funcionarios o referentes sociales absorbidos por la rosca. Es decir que, si la rosca le hubiera resultado favorable, no habría ningún problema. Como corolario, hoy se dice de Randazzo algo parecido a lo que en 2015 se decía de Scioli.

Tras un conflicto en la interna del Frente de Todos, entre Agustín Rossi -alfil del kirchnerismo de la primera hora- y Omar Perotti -un gobernador peronista conservador proveniente del ala de Reutemann y cercano a las patronales rurales- zanjado por el presidente y la vicepresidenta con su apoyo oficial a este último, nuevamente las redes vehiculizan los efectos de la rosca. A través de un video casero Rossi ofrece su descargo y en un pasaje particularmente interesante sostiene que la idea de que la lista es de Perotti resulta “anacrónica”, que “no pertenece a la política moderna”, criticando además la decisión del gobernador de Santa Fé de incluirse en la lista de senadores suplentes, como una falta de ética. Sin embargo, lo que describe como fuera de tiempo y lo que denuncia como fuera de lugar forman parte de las prácticas habituales de la dirigencia. Las decisiones se toman verticalmente y el que acumula decide para seguir acumulando, y los modales no abundan a la hora de armar las listas para una elección. De hecho, en 2009 el entonces gobernador de la provincia de Buenos Aires, Daniel Scioli, ocupó el segundo lugar en la lista de diputados nacionales por la provincia en lo que se conoció como “candidaturas testimoniales”. En la propia interpelación de Rossi queda claro que los mecanismos vigentes y la rosca que él mismo reproduce no garantizan relación alguna con ideas políticas, prácticas democráticas o gestos transformadores: “Imaginaba cuando apoyamos la candidatura de Perotti una propuesta mucho más integral, una propuesta mucho más moderna, una propuesta muchísimo más plural…” El dirigente, esta vez, habla como un votante traicionado.  Pero cuando la traición es regla… ¿es traición?

Daniel Menéndez, referente del movimiento Barrios de Pie, es uno de los casos de dirigentes sociales que forman parte de un gobierno. A los movimientos sociales nunca les dan el ministerio de economía, sino lugares en las carteras desde las que se diseñan las políticas asistenciales, en este caso se trata de la Subsecretaría de Políticas de Integración y Formación del Ministerio de Desarrollo Social. Su discursó cambió, pero no en un sentido ideológico, sino en otro más profundo. Se trató de un cambio gramatical que, en las últimas dos décadas, de manera directamente proporcional al alejamiento de la irrupción de 2001, afectó a buena parte de la dirigencia social: ahora hablan como funcionarios. Es una suerte de “entrismo” al revés, ya que la lógica de la rosca penetró en los movimientos a nivel de sus referentes y lo más preocupante es que el tono, los razonamientos, la matriz sensible en la que se sustenta, también forman parte, en distinto grado y tensionando aspectos muy potentes y dinámicos, del sentido común de quienes forman desde abajo los movimientos. Un referente de Barrios de Pie se refirió hace poco a la “alianza estratégica” entre su espacio y el Movimiento Evita: “Esta unión política nace de nuestros referentes a nivel nacional, llevándola nosotros a nivel local. La idea de esta unidad es tomar la fuerza de ambos sectores para poder pelear puestos políticos, como concejales, intendencia, puestos en Desarrollo Social” (Nicolás Martínez, Diario El Norte, 4/5/2021). Claro que mejor un referente social para un puesto institucional que un empresario o incluso un político de carrera ajeno a la territorialidad, seguramente es más interesante esta alianza que aquella otra en que una referente de Barrios de Pie (Vicky Donda) hizo campaña electoral junto Prat Gay, el guardián de la fortuna de Amalita Fortabat que, una vez ministro de economía de Macri, llamó a separar “la grasa militante” del Estado. Pero hay una continuidad rosquera en el cálculo cuantitativo, en los procedimientos, incluso en la gramática.

Cuando un militante, un intelectual, un referente social, un artista, hablan como funcionario, se impone la rosca. No es muy distinto cuando un sindicalista o un político hablan como empresario. Hay una dimensión de la lengua que deja ver el lugar desde el cual se enuncia. No se trata de los “deseos imaginarios” como quiso un Sebreli gorila respecto del peronsimo, sino de la obscenidad performativa; en este caso, una mano más de barniz a la capa de sentido que se impone como criterio de la política: la rosca. Al mismo tiempo, sería improcedente plantear la discusión en términos del falso antagonismo principismo vs. pragmatismo. La rosca entraña su propia pureza, se impone como práctica y se establece como gramática. Ya no solo es cuestión de castas (Podemos en España hablaba de “la casta política”, sentenciando, tal vez, su propio destino), ahora los giles hablamos también como “entendidos”, somos hablados por la rosca.

Pero cada vez resulta más difícil justificar el estado de cosas por un pragmatismo popular, ante la “realpolitik” devenida en política irreal. El caso Vicentín fue ejemplar, surgido de una de esas escasas situaciones en que la institución se investiga a sí misma, con el principal actor de la investigación (Claudio Lozano) haciendo los guiños correspondientes para una pragmática y estratégica alianza de trabajadores, productores y Estado, finalmente bloqueado por la barrera tanto o más infranqueable que cualquier “principismo”, de la rosca. La fallida expropiación inicial y la posterior complicidad con la extranjerización de la empresa, transcurrieron fuera del alcance de los protagonistas, es decir, los trabajadores, los productores y del interés popular. ¿No quedan acaso rosqueros que operen bajo criterios de justicia social e independencia económica? Nuevamente, la rosca es más fuerte porque se convirtió en el criterio principal.   

Los sabiondos de las “correlaciones de fuerza”, los entendidos de la política, es decir, los profesionales de la rosca demostraron pericia –reconozcámosela– para el armado de un frente político capaz de canalizar lo que en la calle venía expresándose como hartazgo al gobierno de Macri, su política económica y su asedio estético. Pero en la época de los gobiernos llorones, el gobierno del Frente de Todos no es la excepción y, más allá de la consciente contemplación en cualquier análisis coyuntural de la situación de pandemia que vivimos, se transformó en una maquinaria de la resignación anímica y política. El vaciamiento de la política no consiste en su alejamiento de supuestos principios, ni siquiera en el alejamiento entre representantes y representados (que 2001 nos permitió problematizar con mayor especificidad), sino en la sustitución de las mezclas porosas, las convivencias extrañas, los entusiasmos embarrados, por una racionalidad del cálculo que gira en vacío, rosca falseada que se encuentra en los pasillos de la “honorabilísima” institución parlamentaria o en el razonamiento de cualquier poligrillo de café.

Tentados a reponer la dicotomía pensamos en la gratuidad de la política, pero el don no se contrapone al cálculo, sino que supone lo incalculable aun en las estructuras más cerradas sobre sí (con tapa a rosca). La rosca pura es una forma de razonar, incluso de estar, es el convencimiento de que en última instancia hay un negocio para alguien. En ese sentido, la rosca confirma la sospecha antipolítica. La rosca pura es el convencimiento antropológico de que nos mueve una voluntad de acumulación de poder sin la cual nadie tomaría iniciativa alguna. En ese sentido, construye una imagen humana demasiado humana muy parecida al primate del liberalismo, según el cual es el deseo de propiedad o de ganancia lo que nos pone en marcha. 

¿En nombre de qué, entonces, se puede formular una crítica de la ‘razón rosquera’, justo cuando el odio brota como hierba mala en porciones nada despreciables de la sociedad? Odio que tiene el aspecto de una pasión antipolitica, ensimismamiento que reduce toda perspectiva, insensibilidad incluso respecto de las propias heridas. Goyo Kaminsky escribía en un libro iniciático de las lecturas spinozistas contemporáneas en nuestro país (recientemente reeditado): “La composición y los encuentros intensivos pueden tener la potencia que contrarreste la acción de los ‘grandes odiadores’ individuales y colectivos”. Esas composiciones, tanto como le registro intensivo de los encuentros o la politicidad de las vidas conforman una rareza en nuestro tiempo, pero no nos podemos dar el margen de descartar la importancia de la rareza ante la aplastante lógica del poder que, entre el “realismo capitalista” y la rosca, gobiernan el ánimo colectivo.

El autor es ensayista, docente (UNDAV, UNPAZ), editor (Red Editorial). Autor de El anarca. Filosofía y política en Max Stirner y Filosofía para perros perdidos (con Adrián Cangi), Papa Negra, Linchamientos. La policía que llevamos dentro (con Adrián Cangi y varios autores) y Globalización. Sacralización del mercado. Conduce el programa “Pensando la cosa” (Canal Abierto).