A ningún político con rol de liderazgo le gusta salir de escena y ceder el protagonismo. Pero fue, precisamente, lo que hizo el jueves Cristina Fernández: no asistió al acto inaugural del año legislativo para que toda la atención se pose sobre el orador principal, el presidente Mauricio Macri.

No hay que ser un erudito en comunicación para imaginar lo que hubiese ocurrido con CFK sentada en su sillón del Senado. Las cámaras, incluso sus propios colegas, estarían más pendientes de cada gesto, de cada mohín de ella que del discurso presidencial. Con su ausencia, en cambio, pasó lo que pasó: sin poder echar mano de la herencia –ya inició su tercer año de mandato– y sin su opositora favorita en la sala, el presidente balbuceó un mensaje donde falseó datos económicos, bosquejó una agenda parlamentaria pródiga en humo de alto rating e improvisó consignas zen, como el inolvidable «crecimiento invisible» que dijo avizorar.

El discurso del presidente provocó en el Parlamento el mismo efecto que en diciembre produjo la ley de reforma previsional: los distintos bloques opositores entonaron críticas a coro. La sucesión de coincidencias –que incluyó la concurrencia transversal a la manifestación del 21F– volvió a alentar expectativas respecto de una pronta institucionalización de lo que por ahora se presenta como unidad en la acción. En especial en el peronismo, que de a poco empieza a recuperar su autoestima luego de tres duras derrotas electorales consecutivas en su distrito madre (provincia de Buenos Aires) y a nivel nacional. 

El primer consenso es que no habrá chances de ganar en 2019 sin unidad. Es matemática de perogrullo, pero es lo que surge de las urnas: tanto en 2015 como en 2017, las distintas facciones del peronismo, por separado, obtuvieron más votos que la Alianza que conduce el PRO. 

Por supuesto, la aritmética política es distinta a la convencional: nada garantiza que, reunidos bajo una misma fórmula, esos votos peronistas y «no gorilas» vayan para los postulantes de la «unidad». Esa certeza abre, entonces, la fase dos de la incipiente reconstrucción interna: establecer límites, pisos, techos y condiciones personales de los/las dirigentes que construirán el nuevo arca de Perón.

La obra está en su etapa inicial. Hasta el momento, el único cambio tangible de octubre a esta parte es que antiguos rivales que se decían irreconciliables se juntaron a charlar. El titular del Suterh y del PJ porteño, Víctor Santamaría, fue anfitrión de la primera expresión pública de esas charlas. En aquel «cabildo abierto» celebrado en la UMET confluyeron kirchneristas, renovadores y peronistas sueltos. No estuvieron, por cierto, los legisladores del Bloque Justicialista, que en el Parlamento orienta Diego Bossio y a nivel nacional responden al gobernador salteño Juan Urtubey. En las tertulias unionistas se hizo costumbre referirse a ese grupo como los «falderos», en referencia a la relación que mantienen con el gobierno nacional.

La ebullición que provocó esa foto provocó temblores a los pies del propio anfitrión. El martes pasado, en el El Histórico de Monserrat, un nutrido grupo de dirigentes porteños cuestionaron a Santamaría y a su delfín en el partido, Juan Manuel Olmos, por una posible reforma en la Carta Orgánica que modificaría el sistema de elecciones internas. Y reprocharon la decisión «inconsulta» de no convocar a la marcha del 21F. 

Dos días más tarde, Olmos participó de la «Peña de la Unidad» que organizó el exembajador en el Vaticano, Eduardo Valdés. El encuentro convocó a un centenar de artistas, intelectuales y dirigentes de cuño K que, entre tango y tango, ofrecieron ideas para pulir las diferencias.

En paralelo a esos cónclaves multitudinarios, se difundió la realización de una reunión «secreta» entre Miguel Ángel Pichetto y Sergio Massa. La ausencia de fotos y detalles alimentaron las fantasías conspirativas, hasta que un antiguo habitué del Parlamento razonó: «¿Qué puede conspirar un tipo que no tiene cargo parlamentario y salió tercero en su distrito?… ¡si hasta su intendente se le despegó!»

En efecto, Massa hoy se representa a sí mismo y poco más. Sin embargo, es uno de los pocos dirigentes peronistas que posee un requisito básico de cualquier aspirante a presidente: amplio conocimiento público. También mantiene influencia sobre un considerable bloque de diputados y un piso electoral cercano al 10% en provincia de Buenos Aires. Con eso le alcanza para tener un lugar en la conversación.

¿El encuentro de Massa y Pichetto fue para trazar un plan de unidad que deje afuera a CFK, como sugirió la prensa oficialista? Se sabe que ambos gustarían de excluir a la ex presidenta, pero cada vez hay menos dirigentes dispuestos a acompañarlos en esa aventura. Sin ir más lejos en Tigre, pago chico de Massa, el intendente Julio Zamora logró reunir a kirchneristas y massistas en el mismo bloque de concejales, experiencia que se presentó como la primera expresión institucional de la «unidad» en tierras bonaerenses.   

La próxima foto de los unionistas será en dos semanas, en San Luis. Exótico en ideas y modos, el gobernador Alberto Rodríguez Saá fue el primero que tendió un puente entre el pejotismo y CFK. No es un secreto –y no porque la prensa oficialista haya difundido escuchas ilícitas– que Cristina rehúye del PJ. Pero reconoce que es tiempo de hablar. Hay, sin embargo, un escollo que aún no pudo sortear: su autoimpuesta distancia con la dirigencia –propia y ajena– impide el diálogo llano, franco y autocrítico que varios dirigentes exigen como prenda de unidad. El gesto del jueves quizá indique que eso también está empezando a cambiar. «