Llorando en el espejo

Por: Martín Rodríguez

Columna de opinión.

A mi amigo Cachito

Fuera de la chicana tuitera “del club del helicóptero”, los argentinos tienen derecho a agitar el fantasma del 2001. La chicana reduce ese fantasma a una sola imagen: la de un presidente que se va en helicóptero. Hay derecho a mirarse en el pasado porque el 2001 no es un fantasma de la clase política sino un trauma social fundamental, como otros de nuestros años democráticos (las sublevaciones militares, la hiperinflación). 

Y además, Macri supo siempre que convivía con el espejo de un gobierno ajustador que se podía ir en helicóptero, vaciado de mediaciones políticas y aferrado sólo al uso del monopolio de la violencia. El espejo entre Cambiemos y la Alianza nació de entrada y se tomaron, primero, medidas literales para romperlo: la terraza de Balcarce 50 no es más un helipuerto, ahora es una huerta. La Historia no se repite ni como tragedia ni como farsa. La historia continúa. Cada época tiene sus continuidades, rupturas y excepciones. Pero cada época es única. 

¿Qué marcó aquel diciembre? El fin de una etapa. Un final sangriento. Estructuralmente nos cansamos de leerlo en textos de la izquierda social: el ciclo que se abrió en 1976. Como decía Chávez: el «neoliberalissssmo». El experimento democrático de administrar una economía nacida sobre consensos y enajenaciones irreversibles: el fin del Estado de Bienestar que impulsó Martínez de Hoz, la consagración de la economía de mercado, una deuda externa impagable y los condicionamientos del FMI que auditaban el “gasto público”. Ese combo explosivo que tuvo sus etapas se llevó puesto a la clase política: a De la Rúa, a Alfonsín, a Menem, al Frepaso. Con sus más y sus menos derrotados, todos sintieron eso. Asís o Alfonsín (con bastantes pelotas) se trompeaban en 2001 con los escrachadores, pero la mayoría de la clase política se daba cita en hoteles de turistas o reservaba salones vip para pasar desapercibidos. Gobernó Duhalde, que se autoproclamó literalmente el último de “una clase política de mierda”, y tal vez tramó con la sociedad argentina un pacto que no supo que firmó: ser un político sin futuro para esa sociedad arrasada. En su honor, Duhalde construyó el futuro, pero no su futuro.  

La salida del 2001-2002 coincidió con el boom de los commodities, la irrupción por carambola de un gobierno de izquierda peronista que reorganizó el sentido de la crisis en clave “progresista” (NK) que sintonizó con un momento regional la apertura a nuevos consensos sobre políticas públicas (AUH, paritarias) diseñadas con independencia de los organismos internacionales y con el intento de una economía más cerrada y basada en la expansión de la demanda. Soja sí, deuda no. El boom de los commodities y el populismo que contaba con esos dólares frescos nos hizo olvidar la cara de Anoop Singh y su “fiesta inolvidable”. Ese nuevo tiempo tuvo carencias que se escribieron (déficit energético, restricción externa, desarrollo trunco, etcétera) pero dejó, diríamos, “el consenso del 2001”: no se gobierna con ajuste y represión. Estas dos “inhibiciones” explican al kirchnerismo: sus mil vueltas para no hacer exactamente eso. Y esto es lo que está en juego hoy. El fin de ese consenso. Juan Carlos Torre, a su vez, apuntó con lucidez, cuando Cambiemos ganó su segunda elección nacional el año pasado, que los argentinos renunciaron “al ideal igualitario”. Si fuera cierto, ¿cómo sería un 2001 en una sociedad así? 

Lo cierto es que fue el fin de una etapa de este gobierno, y se abre una etapa más crítica. ¿Qué significa el gradualismo que los funcionarios repitieron como mantra y que muchos más se acostumbraron a repetir sin indagarlo? ¿A qué llaman gradualismo? Hay una discusión entre economistas y comentaristas opositores: ¿vivimos estos dos años exactamente un ajuste, tal como los conocimos? Amén de la inocultable transferencia de ingresos de abajo hacia arriba que comenzó el 20 de diciembre de 2015, Cambiemos evitó la ceremonia del ajuste puro que muchos liberales duros desean. Piden un “programa” y la Moncloa del ajuste: que los políticos suban a la montaña y diseñen un futuro y luego bajen a explicarnos el sacrificio. Porque cuando dicen Moncloa dicen ajuste negociado, repartidos sus costos, separado lo político de lo social. Piden que el “peronismo racional” sea la otra pata de la mesa. Un ajuste solemne. Algo que Durán Barba resistió, o al menos así: háganlo cuando pueden pero no digan que lo hacen. Y al gobierno se le acumularon dos internas: los que le piden más política, los que le piden más ajuste. No es lo mismo pero es igual. Que el costo se asuma como clase política, que se margine a las izquierdas (incluyendo al kirchnerismo). Y lo que hubo fue un largo “vemos”, un tironeo de la comunicación política y la economía de emergencia, que ajustaba hasta donde podía, con un dólar un día para acá, otro día un poquito más para allá, todo con manta corta, un día Techint, otro día los sojeros, como una sortija, y hacerlo despacio donde no se puede y rápido donde sí, reprimir si se acumula para hacerlo, pero, en lo posible, sin alharaca, con la camisa desabrochada como en el after hour, haciendo política de lunes a viernes de 9 a 18, con plata prestada de un mundo líquido que no te preguntaba exactamente en qué la gastabas y a la espera de unas inversiones que no llegaron ni ahí, salvo esas que llegan para irse y ese irse es literal. Y un día… se van. Levantan “vuelo hacia la calidad”, porque Trump sube las tasas. Y así. Obsesionados por la comunicación, atrapados en su propio imperativo paradójico: sé espontáneo, se dijeron unos a otros. Desdramaticemos porque a este país le sobra drama. Y bueno. La volatilidad de los mercados vendrá y tendrá tus ojos.  

En la autonarración del elenco de Cambiemos se notaba una auto-percepción: se sienten hijos del 2001 y su “que se vayan todos” (en sus biopics muchos se presentan como jóvenes del mundo privado que se involucran en la política a partir de la crisis), pero también, hijos de algo así como “el fracaso argentino”, un genérico al que vienen a remediar, una tradición de desencuentros y empates centenarios que no podían “desarrollar” el país por exceso ideológico. El credo duranbarbista en ese sentido articuló este nuevo discurso cuya cima mesiánica y fundacional parece un imposible paradójico: el vacío. Que se puede no tener relato y no tener Historia. ¿Qué se quería? Borrar la historia propia, es decir, la historia del liberalismo del que este gobierno y este elenco es tradición. No nacieron de un repollo. Son hijos de una larga historia. Y aquí estamos. Anuncian la vuelta al FMI, que es como todo un capítulo desgraciado, pero lo hacen en tres minutos de televisión como si no hubiera memoria emotiva, porque este “es otro FMI”. La trampa del gradualismo (esa metáfora con la que proclamaron su novedad pragmática) los enfrenta a su frustración: creyeron que existía un mundo sólido para financiar un país frágil. Un mundo de plata fresca y barata que te prestan sin preguntarte para qué porque iba a ser solidario para la paciencia de un ajuste gradual que contemplaba los tiempos de la política. Les falló el mundo frágil (falló su geopolítica). Hicieron campaña mientras Obama era presidente y Hillary candidata y ahora gobierna Donald Trump. Lo que no funcionó del esquema es aquello en lo que se suponía que eran “cracks”: las inversiones, los brotes verdes, la guita gringa, el Mini-Davos, las energías renovables, el “obamismo”. Sin eso, efectivamente, su modelo es sólo deuda, lápiz rojo y pasar el invierno. Había una vez un mundo que ya no existe más. «

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