Desde el fin de la última dictadura uno de los faros morales de la sociedad argentina fue la lucha de los organismos de Derechos Humanos. Integrados por un mosaico plural de identidades (familiares de desaparecidos, sobrevivientes, militantes, abogados) se caracterizaron por una transversalidad partidaria, en un espacio que abarcaba al radicalismo, el peronismo, el demoprogresismo y todo el amplio arco de la izquierda. Los organismos de Derechos Humanos enfrentaron no solo los intentos de impunidad de los genocidas sino la persistencia de violaciones de Derechos Humanos, los avances de la desigualdad estructural y las represiones a la protesta social, entre otras injusticias.

En el inicio de la segunda década del siglo XXI, sin embargo, ese respeto generalizado y transversal buscó ser horadado con la emergencia de iniciativas negacionistas de los hechos ocurridos durante el período genocida que buscaron, a la vez, construir la deslegitimación de la lucha por los Derechos Humanos.

Eran años de fractura en el campo de los organismos de Derechos Humanos, de un quiebre de la transversalidad que llevó de modo erróneo a alinearse sin matices a favor o en contra de las políticas de un gobierno específico. Ello dio lugar incluso a la división de las marchas de conmemoración del 24 de Marzo o a la imposibilidad de sumar fuerzas ante las distintas acciones represivas de cada presente histórico.

Al surgimiento de organizaciones de legitimación de los represores o cuestionamiento a la reapertura del juzgamiento a los genocidas se fueron sumando la vandalización a los monumentos de conmemoración, la profusión de acusaciones falsas y el surgimiento de una versión recargada de la teoría de los dos demonios que clasifica como “terroristas” a los militantes desaparecidos y, de dicho modo, construye una equivalencia entre víctimas y represores con una intencionalidad mucho más perversa que las respuestas complejas y difíciles de aquellos años ’80.

La desaparición de Santiago Maldonado a mediados de 2017 y el posterior asesinato de Rafael Nahuel fueron puntos de quiebre que catalizaron las tendencias previas, acompañándolas de persecuciones a los docentes que se proponían discutir la problemática en clase. Ello se acompañaba de una revalorización del rol represivo de las fuerzas de seguridad, con la proyección de figuras como Patricia Bullrich y su reivindicación de las acciones de la gendarmería contra las protestas en el sur o la legitimación del gatillo fácil policial.

Con consignas como “los Derechos Humanos son de todos” o acusaciones a los organismos de Derechos Humanos por defender “los derechos de los delincuentes”, la campaña se articuló con las corrientes antipolíticas y fue calando en sectores importantes de la población, corroyendo el respeto ganado por las distintas figuras de la lucha contra la impunidad e incluyendo la problemática de los Derechos Humanos como un territorio más de la “grieta”.

Era necesario destruir el faro moral de los organismos de Derechos Humanos para dar lugar a políticas que aumentarían simultáneamente la desigualdad y la violación de derechos. La reivindicación de los genocidas se acompañó, como no podía ser de otro modo, de la legitimación de la represión a la protesta, la estigmatización de las poblaciones vulneradas bajo el mote racista de “parásitos” y el surgimiento de un incipiente campo neofascista articulado con las corrientes de la antipolítica.

Este 24 de Marzo de 2021 nos encuentra ante un escenario complejo, agravado por la derrota parcial en el intento de construir una salida comunitaria y responsable ante una pandemia global.

Recuperar la transversalidad y la potencia de la lucha del campo popular argentino es una condición fundamental para cerrar la puerta al avance de iniciativas fascistas, pero ello requiere abandonar la trampa de la grieta para construir ejes comunes de acuerdo, tal como lo fuera la lucha contra la impunidad.

La disputa por la hegemonía no se dirime solo ni fundamentalmente en el voto sino en objetivos comunes que se dan con un conjunto de actores múltiples, con capacidad de articular corrientes, tradiciones e historias diversas, articulación que no tiene por qué ser electoral.

Al fin de la dictadura uno de esos ejes fue la necesidad de juzgar y castigar a los responsables del genocidio argentino. Hoy los desafíos mayores pasan por impedir el veloz crecimiento del fascismo, detener y revertir el brutal avance de la desigualdad y ser capaces de construir una respuesta comunitaria y responsable ante el desafío del Covid-19.

Los organismos de Derechos Humanos, con la herencia de su historia de lucha y su pasado de transversalidad, pueden constituirse en un actor fundamental para encarar estos desafíos y revitalizar de dicho modo su rol de faro moral, algo que la sociedad argentina requiere de modo urgente en esta nueva crisis.  «

*Investigador principal del Conicet, director del Centro de Estudios sobre Genocidio de la UNTREF.