El remordimiento

El sentimiento que en algún momento manifestó el lobista irlandés Mark MacGann, dio a conocer a ciencia cierta lo que hasta ahora era posible sospechar sobre la empresa y también nos da elementos para reflexionar más allá de la curiosidad del caso que ocupa las páginas de varios diarios del mundo. Porque este ex lobista para Europa, África y Oriente Próximo de la plataforma de car sharing se fue de la empresa llevándose 124.000 archivos, relativos al último período bajo la dirección del fundador Travis Kalanick (2013-2017), que comprometen muy seriamente –más allá de eventuales consecuencias judiciales– la imagen de la empresa, pero también la de algunos políticos y académicos de notoria visibilidad.

La vocera de Kalanick, Devon Spurgeon, redactó inmediatamente un comunicado en el cual se rechaza toda acusación: afirmando que nunca autorizaron ningún tipo de conducta ilegal, de modo que todo lo que emergió en el marco de lo que se conoce como Uber files sería falso.[1] Sin embargo, el revuelo provocado fue tan importante que la actual vicepresidenta de asuntos públicos de Uber, Jill Hazelbaker, tuvo que salir a decir que no hay excusas por el comportamiento de aquel entonces, que lo hecho no está en línea con los valores del presente de la compañía, y pidió que la empresa sea juzgada por su desempeño de los últimos cinco años y por lo que vaya a hacer en el futuro.[2] Para la actual gerencia, por lo tanto, el contenido de los archivos no es falso, simplemente pertenece a un período marcado por conductas que hoy no defenderían.

Lo que emerge en los Uber files, sobre los cuales el diario británico The Guardian fue el primero en publicar, en colaboración con el International Consortium of Investigative Journalists (ICIJ), es que la filosofía de la empresa nacida en 2009 en San Francisco era la de los hechos consumados. Dicho rápidamente, Uber se instalaba en los países o en las ciudades, sin pedir permiso alguno y se sentaba a negociar sólo eventualmente y en un segundo momento, cuando su sistema de transporte de pasajeros había logrado instalarse en la sociedad. Hay tres dimensiones de este modus operandi que cabe señalar y que se implican mutuamente: la actividad de lobby permanente a distintos niveles, la evasión fiscal y el rechazo del estatuto de empleador.

Para la actividad de lobby permanente Uber habría gastado en el periodo 2014/2020 –excediendo, entonces, el período de Kalanick– más de 11 mil millones de dólares. Una parte bastante risible de esa montaña de plata se destinó a algunos importantes economistas franceses y alemanes para que escribieran artículos que probaran el papel positivo de Uber en la economía. En algunos de los correos filtrados, directivos de la empresa subrayaban que el “honorario” a pagar a los profesores de prestigiosas casas de estudio europeas –de 48 mil euros, facturados regularmente por una consulta a un economista alemán y 100 mil pagados a uno francés– era dinero muy bien invertido ya que, como se lee en el correo, sus trabajos “nos ayudarían tremendamente”.

Lo que no deja de llamar la atención es que Uber, así como otras empresas similares, está obsesionada con mostrar, con una narrativa pseudoprogresista, que su llegada a un país democratiza los ingresos. Evitando cuidadosamente el tema de los gastos que recaen sobre les choferes (monotributo, desgaste o alquiler del auto, manutención, salud, etc.), Uber se presenta como una compañía que permite a quienes trabajan ganar bastante por encima del sueldo mínimo y que lleva beneficios a los sectores populares. Es emblemático, en ese sentido, un artículo publicado por el diario estadounidense Financial Times titulado “Uber: a route out of the French banlieus” (“Una vía de salida de los barrios populares”).[3]

Pero la empresa no se limita a usar a reconocidos profesores o consultores, sino que apunta también a quienes toman las decisiones y a personajes públicos. El caso más célebre es el del presidente francés Emmanuel Macron, por aquel entonces ministro de Finanzas del gobierno del socialista François Hollande. Según lo que se lee en el diario Le Monde[4], el actual mandatario habría ayudado a Uber a instalarse en Francia sin tener en cuenta la posición del gobierno del cual era ministro (y del que salió por la puerta derecha para armar su propio partido, En marche). Macron llegó a decir que está muy orgulloso de haber ayudado a la empresa y a muchos jóvenes que no tenían empleo.[5]

La segunda arista es la política fiscal de la empresa. El propio MacGann la describía, en uno de los correos que el lobista filtró, como el “talón de Aquiles” de Uber. Para MacGann, en Europa era un problema la compleja arquitectura financiera de la plataforma que –como publicó La Nación– a través de una empresa controlada con sede en Holanda, incluía “el armado de sociedades en varios paraísos fiscales [islas Bermudas, islas Caimán, etc.], la reformulación constante de esas estructuras para confundir a los sabuesos tributarios”.[6]

La tercera pata de este esquema, que puede ser extendida a varias plataformas más, como las de delivery o las de puerta a puerta, es el rechazo del estatuto de empleador. Uber no se considera proveedor de un servicio de transporte de pasajeros, sino “simplemente” una plataforma que pone en contacto una demanda y una oferta, es decir quienes necesitan viajar y quienes ofrecen su auto. Para desviar la atención y sacar las políticas fiscales de Uber del centro de la escena, la empresa ofreció proveer información sobre los ingresos de sus conductores. En este sentido brilla por el cinismo uno de los correos en el que se habla de las autoridades de Lagos, en Nigeria, que según lo que publica La Nación “alabaron nuestros esfuerzos para garantizar el cumplimiento de las obligaciones fiscales [de los conductores], y dejaron de centrarse en Uber ‘evadiendo impuestos’ para trabajar juntos en garantizar el cumplimiento [por parte de los conductores]”.[7]

Argentina no quedó al margen: Uber desembarcó en el país en diciembre de 2015, pocos días después del cambio de mando. No se trató de una coincidencia y, como ha señalado una fuente anónima al portal Infobae, “pensamos que la llegada de Macri iba a generar un contexto más abierto al comercio, más pro mercado, y que eso nos permitiría saltar los problemas con los sindicatos, los taxis y remises”.[8] Más allá de la mayor facilidad para transferir utilidades a las casas matrices de las empresas transnacionales, no puede ignorarse cómo un fenómeno  político de las características de Cambiemos y ciertas plataformas digitales hablan el mismo lenguaje. Hay una resonancia constante entre la idea de modernización, “apertura al mundo” y un modo ágil de pedir un taxi que nos hace pensar que por fin el futuro llegó. Afinidad entre las conductas antisindicales y la narrativa que expulsa la política del lugar de trabajo, entre la idea de que las y los choferes son trabajadores autónomos y aquella expresada por un ministro de educación de Cambiemos, según el cual había que crear argentinos que sean capaces de vivir la incertidumbre y disfrutarla.

¿Qué capitalismo?

¿Cuáles son las condiciones de posibilidad para que este tipo de plataformas se inscriban tan rápidamente en una ciudad? ¿Sería posible el éxito relativo de estos nuevos formatos laborales sin los años previos de precarización del trabajo? El capitalismo posfordista es el resultado, siempre en movimiento y ambivalente de, por un lado, el deseo y las luchas obreras por liberarse de la disciplina fabril, el trabajo en bloque y rutinario, y, por otro, las mutaciones que le dieron al capital la posibilidad de volver siempre de nuevo a capturar la actividad humana productora de valor a partir de nuevos formatos. Como sostuvieron los pensadores italianos operaistas a fines de los años 70 y comienzos de los 80 –Paolo Virno, Toni Negri, Sergio Bologna, entre otros– se estaba produciendo una alteración radical de la forma-trabajo y, por lo tanto, de la relación entre explotación y subjetivación, es decir, entre régimen de trabajo y trabajador como sujeto. Si las luchas obreras de comienzos del siglo XX tuvieron su correlato en el Estado de bienestar (contando, claro, con la polarización comunista como fuerte presión sobre el capitalismo occidental), la escapatoria de las nuevas generaciones a la disciplina laboral de la fábrica y la oficina, significó, al mismo tiempo, el inicio de un período explícitamente desregulador en que la flexibilidad deseada por las jóvenes generaciones empezó a toparse con una precariedad corrosiva para la reproducción de la vida (contando, esta vez, con la polarización neoliberal como presión infranqueable para cualquier sistema de seguridad social.)

Casi 40 años de un nuevo capitalismo (posfordista, neoliberal, de servicios, financiero) preceden al desarrollo de las plataformas on demand, que alrededor de 2010 comienzan a dar saltos meteóricos sobre la base de una fuerza laboral muy diferente a la explotada por el capitalismo industrial. Por un lado, nos acostumbramos a cargar con el peso (¡y no tanto el disfrute!) de incertidumbres antes morigeradas por la seguridad social o redes afectivas más o menos consistentes, por otro, buena parte de nuestra actividad diaria está dedicada al sostenimiento de la reproducción social (en las redes, en los hogares, en los trámites o incluso proveyendo consciente o inconscientemente información para la creación de bases de datos y algoritmos). Paolo Virno avizoró el hecho de que características genéricas de nuestra especie –la capacidad de lenguaje, la inteligencia colectiva, la empatía como principio de organización, la posibilidad de incorporar siempre nuevos conocimientos, etc.– aparecen en primer plano como fuentes de valorización. El general intellect, concepto con que el Marx de los Grundrisee definía al conocimiento cristalizado en las máquinas, es decir, el capital fijo, se desplazó hacia las capacidades cognitivas y afectivas de la cooperación social, de cada actividad productora de valor. Es decir, que el capital fijo se confunde con las capacidades que tenemos; lo que llevó a algunos de los marxistas italianos a preguntarse por el potencial de autonomización social del trabajo.

Pero una vez desquiciada la fuerza de trabajo tradicionalmente medida según patrones horarios y ritmos biológicos, se abre un nuevo campo de disputa. Cada vez menos se organiza el trabajo de acuerdo a una jornada laboral contigua y limitada, sino que se trabaja o provee servicios en torno a resultados obtenidos en un plazo determinado por una actividad más dispersa, a veces ramificada, atravesada por distintas demandas simultáneas. Y cuando un criterio acordado, o incluso impuesto por la fuerza, se desplaza o se disuelve aparece tanto una oportunidad de construcción de criterios comunes, como nuevos formatos de subsunción del trabajo o subterfugios de expropiación de tiempo y valor vitales.   

Según el economista Carlo Vercellone (heredero de los operaistas italianos que enseña e investiga en la Universidad París 8), las plataformas capitalistas caracterizadas por promover una relación “directa” y explícitamente comercial entre los usuarios y los proveedores de servicios, organizan el trabajo y la forma de obtención de ganancia a partir de algunos rasgos decisivos: la recaudación de una comisión, por tarifa y variaciones establecidas por algoritmos diseñados específicamente; el empleo de monotributistas que permite eludir derechos laborales (garantizados por los convenios colectivos de trabajo); una inversión mínima en capital físico[1] , en tanto éste es mayormente aportado por los trabajadores “contratistas independientes”. De ese modo, la plataforma descarga en quienes trabajan gran parte de los riesgos y de los costos típicamente salariales, al tiempo que reduce ostensiblemente los costos fijos ligados a la propiedad de los medios de producción (por ejemplo, el automóvil, el teléfono celular, la conexión a Internet, en el caso de Uber). Finalmente, escribe Vercellone en Plataformas capitalistas (libro que publicará Red Editorial): “De la potencia impersonal de los algoritmos depende la capacidad de procesar el torrente de datos que, también para las plataformas on demand, representa la principal materia prima que utilizan para diversos fines: ajustar la oferta y la demanda y coordinar la actividad, fijar los precios, evaluar y prescribir el trabajo de los ‘auto-empresarios’, hacer fiables las transacciones o vender los datos en el floreciente mercado de big data”. A esta descripción habría que incorporar la problemática (trabajada, por ejemplo, por Miguel Benasayag) de la modelización de lo vital por parte de la racionalidad algorítmica, que desagrega la experiencia homologando la corporalidad y la organicidad que nos constituye a la funcionalidad técnica propia de una sociedad del rendimiento.  

Por su parte, contrapartida del potencial de autonomización de la cooperación social es la capacidad de comando del capital en la modalidad plataforma, gracias a la gran cantidad de información sobre usuarios y proveedores de la que disponen. De ese modo, predicen, por ejemplo, a qué nivel de remuneración están dispuestos a trabajar choferes, repartidores, etc. “Con los algoritmos adecuados y, sobre todo, en ausencia de una organización colectiva de los proveedores de servicios, pueden utilizar esta información para minimizar el salario de los trabajadores y maximizar el beneficio de las plataformas”. (Vercellone). En una entrevista, el año pasado Roger Rojas, trabajador de Rappi y Secretario General de AppSindical (Asociación de Personal de Plataformas), señalaba como ventajas la facilidad de acceso y la flexibilidad, asociadas a un deseo de autonomía… Pero advertía que “el problema era a dónde recurrir cuando comenzamos a notar que no éramos nuestros propios jefes” y agregaba: “nosotros nos organizamos y hemos sufrido bloqueos… a mí me bloquearon por un tiempo”, concluyendo que “hoy somos trabajadores en relación de dependencia, pero sin derechos…”. La eliminación de trabajadores que no responden a la racionalidad impuesta por el algoritmo parece una forma de despido naturalizada. Al mismo tiempo, la heterogeneidad de la composición de la fuerza de trabajo y, en algunos casos, los prejuicios, la falta de gimnasia o de tradición, repercuten a la hora de sentirse parte de un colectivo de trabajadoras y trabajadores.

En el seno de una modalidad de trabajo atractiva para quienes buscan horarios flexibles y facilidad de acceso, se dan unas condiciones de subordinación más precisas que en la más disciplinaria de las fábricas: “el algoritmo fija no sólo la comisión que cobra, sino también las tarifas, determinando de hecho, como hemos mencionado, el reparto de la plusvalía entre salario y beneficio. El algoritmo también determina las franjas horarias, el tiempo necesario para realizar las tareas, la calificación de los conductores y repartidores…” (Vercellone).

Toda mala praxis es política

Retomando la problemática de las plataformas y, en especial, de Uber en Argentina desde un punto de vista político, es importante reconocer que en economías cuyas condiciones laborales resultan altamente precarizadas como en nuestro país, el tiempo de trabajo diario nunca alcanza para vivir dignamente y la presión sobre las vidas las pone permanentemente en posición de necesitar trabajar más aún. La tendencia marca el reemplazo de los convenios colectivos por la negociación individual y la sobreexplotación a partir de lo que no se puede medir en tiempo concreto de tareas realizadas o en cláusulas contractuales (“trabajo vivo”). En Argentina, tras la dictadura genocida y los avatares neoliberales, parece difícil imaginar algún tipo de recomposición del esquema productivo y, por lo tanto, laboral como el conocido hasta mediados de la década del 70. Desocupación, precarización, tercerización, informalidad estructural, economías sociales, solidarias y populares, nombran distintos modos de ser –de los más padecidos a los más creativos y activos– de las nuevas condiciones. Cada vez más, las personas disponibles para trabajar dentro de la lógica del mercado, no empleadas formalmente, toman la opción de las plataformas. En la dispersión, las capacidades comunes y la cooperación social se licúan bajo la forma de la prestación individual de servicios. En un contexto de crisis de imágenes del bien común y de fácil estigmatización de la organización colectiva, en plena disputa por la orientación del descontento, se cuelan las estrategias de un empresariado entrenado en la desregulación y el lobby político.

Cuando Uber anunció su desembarco en Argentina, el principal lobbista de la empresa era Carl Meacham, un ex asesor republicano en el Comité de Relaciones Exteriores del senado estadounidense. En abril de ese año le dijo al diario La Nación que la empresa contaba con el apoyo de los gobiernos de las ciudades más importantes de cada país de la región. Según dejó trascender el diario, la actitud de la empresa no escondió su prepotencia: “‘Nosotros somos libres y venimos a Buenos Aires para hacer esto’, habría dicho, según fuentes oficiales, Gonzalo Araujo, el colombiano que mantuvo la primera reunión con el secretario de Transporte porteño, Juan José Méndez, y dos de sus asesores.” Y en una segunda reunión destacaron otra frase característica: “Nosotros queremos arrancar y después nos ajustamos a las reglas, no se preocupen”.

Se conoce que las grandes corporaciones cuentan con espalda a veces similar a la de los países, pero sin los costos políticos a los que están expuestos los gobiernos. Y cuando se trata de costos económicos por multas y otras sanciones, gracias al gigantesco volumen de dinero y a las influencias que manejan, los asumen como un movimiento contable más. Tal vez, la diferencia de este tipo de empresas es su discurso explícito, ya que, lejos de resultar condenables sus dichos y actos por la opinión pública, conectan con las creencias de una parte importante de la población desencantada, en un mundo sin horizontes a la vista. De ese modo logran valerse del descontento, tanto como de la precariedad laboral masiva y el agotamiento de un formato de trabajo disciplinado, que ya no es deseable para quienes prefieren prestar individualmente un servicio por fuera de todo marco regulatorio y de toda protección social.

En relación a los Uber files, según cuenta el periodista económico Jairo Starccia, se observa cómo la conducción de la empresa utiliza a consciencia el tumultuoso arribo de Uber en las ciudades. La violencia generada en los trabajadores de taxis y los sindicatos, y que padecieron los choferes de Uber, estaba contemplada en los cálculos de los directivos. Se trata de la utilización consciente de prejuicios muy extendidos contra los sindicatos y la protesta colectiva, en favor del posicionamiento de la modalidad y de la empresa, que llega incluso a victimizarse para conseguir mejores condiciones ante los gobiernos. La narrativa que construyen muestra a los “violentos” y “arcaicos” reaccionando frente a la innovación tecnológica. Detrás de la perorata clásica del empresariado que pide “condiciones” para invertir, “seguridad jurídica”, “previsibilidad” para sus negocios, se cierne una frase destacada de los correos revelados, traducida por el periodista económico en la radio: “tenemos que generar una tormenta de mierda legal y burocrática en cada país donde lleguemos; tenemos que así conseguir operar por encima de las leyes”.       

En otra parte[9], decíamos que, para las empresas, estructuralmente, el término “democracia” nombra toda instancia en que deben vérselas con algún tipo de control, regulación o castigo. Los derechos de los trabajadores y los consumidores, el cuidado del medio ambiente, el respeto por las leyes de la competencia y otras determinaciones que, en última instancia, tienen que ver con una posible imagen del bien común en las repúblicas liberales, son variables más bien relativas para la lógica de los dueños de grandes empresas. En el fondo, para esas empresas, el término democracia designa todo aquello que quisieran evitar, burlar, cuando no directamente eliminar.

Por eso, resulta curioso que importantes porciones de la sociedad cada tanto confíen no solo los medios de producción, sino también los medios de decisión al empresariado. Mientras no llama la atención que, como ocurrió en nuestro país, las cúpulas empresarias apoyen dictaduras que secuestran, torturan y asesinan, participando incluso activamente (financiando, aportando funcionarios, delatando trabajadores rebeldes, etc.). El verticalismo es connatural a las empresas que, a diferencia de los sistemas democráticos, tienen dueño y, por sobre todas las cosas, se rigen bajo la lógica plena del capital: el mayor beneficio en el menor plazo posible, bajo la menor regulación posible (si es bajo condición de legislación favorable o fuera de le ley vigente, mejor aún).

Al mismo tiempo, la disponibilidad de tecnologías que corroen toda regulación posible a una velocidad difícilmente alcanzable por las instituciones públicas, facilita la materialización de esa lógica. Por ejemplo, en la investigación de los Uber files, se descubrió el uso de una tecnología llamada Greyball (sobre la que en 2017 había alertado una nota de la BBC), que una vez descargada Uber en un teléfono celular, también descargaba secretamente «un código pirata» capaz de identificar si el móvil pertenecía a una autoridad pública o a un taxista, evitando así multas o denuncias. Esto ocurrió en España, en Bélgica e incluso en Dinamarca. Mediante esa tecnología han llegado a revisar la información de las tarjetas de crédito de las personas. También identificaba autoridades gubernamentales, como lo hizo en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires a través del cruce con perfiles en redes sociales. Es un paso más respecto de la habitual promiscuidad entre grandes empresas y Estados, donde la extorsión resulta implícita (sabían qué funcionarios usaban Uber). ¿Fue de ese modo que la gestión de Dujovne –Ministro de Economía de Macri que le abrió nuevamente las puertas al FMI– le permitió a Uber ahorrarse nada menos que diez puntos del impuesto a las ganancias? Más allá del poco creíble mea culpa de la vocera de la empresa, las “malas prácticas” son, en realidad, una tendencia cada vez más fácilmente desplegable por empresas globales.    


[1]     https://www.icij.org/investigations/uber-files/statement-travis-kalanick/

[2]     https://www.theguardian.com/news/2022/jul/10/uber-response-uber-files-leak

[3]     https://www.ft.com/content/bf3d0444-e129-11e5-9217-6ae3733a2cd1

[4]     https://www.lemonde.fr/pixels/article/2022/07/10/uber-files-revelations-sur-le-deal-secret-entre-uber-et-macron-a-bercy_6134202_4408996.html

[5]     https://www.radiofrance.fr/franceinter/je-suis-fier-de-ce-que-j-ai-fais-macron-assume-a-fond-son-role-dans-l-implantation-d-uber-en-france-1369352

[6]     https://www.lanacion.com.ar/politica/the-uber-files-como-engano-a-autoridades-y-saco-provecho-de-sus-conductores-en-su-conquista-mundial-nid10072022/

[7]     https://www.lanacion.com.ar/politica/the-uber-files-como-engano-a-autoridades-y-saco-provecho-de-sus-conductores-en-su-conquista-mundial-nid10072022/

[8]     https://www.infobae.com/politica/2022/07/10/de-macri-a-messi-el-lobby-de-uber-para-desembarcar-en-argentina/

[9] https://ovejanegramedios.com.ar/que-nos-conviene.html


* Andrea Fgioli, politólogo italiano residente en Argentina, Doctor en Filosofía (Universidad Nacional de San Martín, becario posdoctoral del CONICET, autor de Octubre chileno, Somos nuestros datos? Un mapa conceptual de la gubernamentalidad algorítmica (en La pare maldita), etre otros.

* *Ariel Pennisi, ensayista, docente (UNPAZ, UNA), editor (Red Editorial), integrante del Instituto de Estudios y Formación de la CTA A, autor de Nuevas Instituciones (del común) y coautor junto a Adrián Cangi de El anarca (filosofía y política en Max Stirner), entre otros.