Afortunadamente nos sigue causando estupor que se naturalice que cualquiera pueda decir cualquier cosa. Y que la vida fluya, como agua va.

Afortunadamente nos siguen causando una sensación que mixtura náusea, asco y desprecio las volteretas en el aire de algunos personajes, demasiados por recurrentes a esta altura de la soirée, que capitalizan la falta de memoria social y la desconsideración ex profeso por los archivos personales, que cada vez menos resisten.

El Norte, al que mucha de esas gentes (de las que, no olvidemos, nos separa algo personal) admiran y propalan como el cénit social, económico y político, el espejo en el que adoran verse, nos expuso brutalmente una serie de asesinos que compran armas con absoluta libertad, acicateados por la cultura del odio y por una industria que gana fabulosas fortunas. Bestias que ingresan en supermercados para matar negros, en escuelas para arrasar con niños, en templos para apuntarles a congregaciones asiáticas, que se suben a balcones para ejecutar a troche y moche a multitudes. Homicidas, siempre enajenados más allá de que sus motivaciones sean raciales, supremacistas, fascistas, clasistas, o lo que fuera.

Siempre un espanto que revuelve las tripas.

Qué sentirán ante semejantes episodios personas como Florencia Arietto, que impunemente escupe: “La gente lo tiene que saber: a la provincia de Buenos Aires hay que entrar con metra”. Estilo canyengue para simular osadía. Si no fuera tan peligrosa, se destacaría como siniestra. Saltimbanqui ideológica, ya había traicionado a una de sus mentoras, Patricia Bullrich, quien muy alegre y burbujeante, suele pregonar: «El que quiera estar armado, que ande armado». Increíble si no se pensara que puede tener influencias muy cercanas con elevados intereses en el comercio de armamentos.

¿Mentes conversas? No, solo que algunas veces muestran la hilacha más que otras. ¿Se puede pasar de defensora de los DD HH a propiciar matar a mansalva? Hay demasiados ejemplos, aunque representen excepciones. Como ocurre con varios de los periodistas más conocidos (muchos otros nacieron con la inquina en las venas) que, enfermos de ego, crecieron entre discursos progres y salieron del placard para ser los personeros, cuando no lacayos baratos, del poder real y del no tan real. Aunque se sigan llamando periodistas. Tipejos que enseñan a “sembrar calumnias, a mentir con naturalidad”.

Perdón por la digresión. Aunque sea incontrastable que, como decía el Indio, mentir también es violencia, vayamos por la más explícita. La que trasunta, por caso, José Luis Espert, quien viralizó un video en el que empuñaba un rifle en un polígono de Quilmes. «Cárcel… o bala», decía con mirada extraviada y sonrisa cínica. O Javier Milei, que repite un discurso mal aprendido: “Cuando a una actividad le bajás el costo y aumenta el beneficio, esa actividad se expande. Cuando prohibís el uso de armas, ¿sabés qué?, los delincuentes por más que se las prohíbas, las usan igual. Estoy a favor de la libre portación de armas”. Habla de economía cuando habla de muerte. No es un fallido. No defiende una teoría. Defiende a una industria, un negocio, a los poderosos que le digitan cada movimiento.

No defiende la cultura de la armas, que es poco efectiva desde donde se la mire. El ejemplo más guarango (y dale con el Norte): en EE UU hubo más de 45 mil muertos por armas de fuego en 2021; de promedio, cada persona posee 1,2 armas; la industria bélica ganó U$S 1,48 billones en ventas a civiles. ¿Hacen falta más pruebas? Sí, los dólares con que la Asociación del Rifle mantiene a sus senadores lacayos. Un solo ejemplo: el republicano Mitt Rommey recibió 13,6 millones por los servicios prestados. La lista es extensa y escalofriante.

Es esa sociedad que fomenta el éxito como lo esencial, la victoria más allá de los principios éticos. La idea de que el otro es un enemigo al que hay que vencer. De cualquier forma. Y no solo eso, pisarlo. Esa sociedad en la que la derecha –en forma cada vez más desatada– manipula la conciencia de libertad. Al grano: ¿uno es más libre cuando tiene un arma?

Seamos claros: cuando se habla de armar, se habla de defender a los que más tienen.

Pero ese tipo, cuanto más enajenado, alterado, violento misógino y desquiciado se muestra, más absorbe popularidad y adeptos. ¿No habrá llegado el momento de repensarnos seriamente como sociedad, luego de que –por el motivo que fuera– se hayan generado estos monstruos tan dañinos y espantosos?

¿Es un pecado de inocencia preguntarse qué les dicta la conciencia, si es que les queda algún resquicio de autocrítica? Ya no cómo se miran a los ojos entre ellos, aunque sí a sus hijos o nietos. O a las víctimas inocentes. Por caso, entre muchos, a la madre de Alfredo Marcenac, que en julio hará 16 años que llora a su hijo asesinado por un (¿cómo llamarlo?) homicida al que la Justicia declaró inimputable, luego de accionar 13 veces su pistola de tenencia legal, acertándole tres balazos al pibe que azarosamente caminaba por avenida Cabildo.

¿Nadie les dice a esos dirigentes, a esos comunicadores, a tantos ciudadanos que los replican, al oído lo que están sembrando?

Alguna estadística asegura que en Argentina hay cerca de 4 millones de armas de fuego en manos de civiles. Lo hizo una semana en esta misma página: Víctor Hugo suele referirse a que esa violencia incontenible explotará inexorablemente en estas tierras. “Solo hay que darles tiempo para que aquí se produzca alguna desgracia parecida”. ¿Estaremos a tiempo de detener esta locura?

“Se arman hasta los dientes en el nombre de la paz y juegan con cosas que no tienen repuesto”. El Nano de los buenos tiempos lo pintó como ninguno. Quien firma estas elucubraciones desbordantes de angustia firma al pie otra frase del catalán: “Tienen doble vida, son sicarios del mal, entre esos tipos y yo hay algo personal”.