El caso Odebrecht, que ya apestaba a corrupción y negocios sucios, se convirtió en un chiquero de operaciones judiciales, políticas y mediáticas que favorece la impunidad.

Esta semana que empieza, se supone, debería ser clave para registrar los primeros avances significativos en la versión local de un caso que desde hace meses conmueve a la región. Según se anunció, el próximo jueves 1 de junio arribarán al país fragmentos de la causa que se inició hace más de un año en Brasil. Y se esparció por América Latina como lava, arrasando políticos, gobiernos y negocios multimillonarios a su paso.

Argentina viene rezagada con todo eso. La investigación judicial está en pañales y el gobierno recién ahora, a casi dos años de estallado el escándalo, sugirió que estudiaría la rescisión de los contratos de obra pública que involucran a Odebrecht. Una de las más emblemáticas es el soterramiento del Ferrocarril Sarmiento, una obra tan postergada como sensible para el gobierno PRO: por un decreto del propio Mauricio Macri, en junio de 2016 –cuando el escándalo ya había estallado– el Estado argentino decidió pagar con recursos propios los costos de ese trabajo, que en los pliegos Odebrecht se había comprometido a financiar. El decreto también elevó el presupuesto a 3000 millones de dólares, justo como pretendían la firma brasileña y sus socios: la constructora italiana Ghella y la local Iecsa, por entonces a cargo –en los papeles– del primo presidencial Angelo Calcaterra.

Algunos pocos miembros del Poder Judicial intentaron investigar si la generosa actitud del gobierno frente a Odebrecht respondió solo a la mala praxis de gestión. Uno de ellos fue el fiscal Federico Delgado, impulsor de la causa que debía esclarecer las denuncias que vinculan al jefe de la AFI e íntimo presidencial, Gustavo Arribas, con la supuesta recepción de 850 mil dólares remitidas por un cambista que pagaba las coimas de la firma brasileña. Quiso, pero no pudo: a dos meses de iniciado el expediente, el juez federal Rodolfo Canicoba Corral decidió sobreseer a Arribas. Y el fiscal de Cámara, Germán Moldes, confirmó el beneficio cuando omitió apelar.

Moldes y Canicoba Corral llevan varias décadas –y gobiernos– en el Poder Judicial, una corporación que tiene llamativas dificultades para castigar los crímenes VIP. Es más: los antecedentes indican que los casos de corrupción, como el de Odebrecht, tienen destino de impunidad.

En los registros de la Securities Exchange Comission (SEC, el organismo regulador financiero de los Estados Unidos), figuran una decena de empresas multinacionales que confesaron haber pagado coimas en la Argentina. La última fue Odebrecht, que admitió sobornos por 35 millones de dólares. Antes lo hicieron firmas tan disímiles como la textil de lujo Ralph Lauren –confesó pagos por medio millón de dólares a la Aduana para ingresar mercaderías–, la aeronáutica chilena Lan –admitió 1,1 millón de «pagos indebidos»–, o las medicinales Biomet y Stryker Corporation, que reconocieron haber sobornado a médicos y hospitales para favorecer la comercialización de sus productos. Otros que admitieron sus coimas fueron las tecnológicas IBM y Siemens, protagonistas de dos de los casos de corrupción más significativos de los ’90: la provisión de un sistema informático al Banco Nación y la confección de los documentos de identidad.

Salvo en el caso de IBM –cuyos directivos obtuvieron módicas condenas de dos y tres años por su acción– corruptores confesos y corrompidos gozan de la impunidad del letargo: si bien los expedientes continúan abiertos, ninguno llegó aún a juicio oral.

Se supone que en los próximos meses el caso Siemens debiera cortar con esa larga sequía de justicia. A casi dos décadas de los hechos, la causa fue remitida a juicio a fines del años pasado por el juez Ariel Lijo. Pero con límites: en el banquillo sólo estarán los ejecutivos de la firma alemana que admitió las coimas. No estarán los funcionarios que recibieron los sobornos. Ni los socios locales de Siemens en el negocio de los DNI: Socma, la empresa madre del clan Macri. Total normalidad. El chiquero está en orden. «