El manifiesto protagonismo que asumió la Iglesia Católica –también las iglesias evangélicas, menos en el recinto pero más en las calles, sobre todo en la movilización “pro vida” del fin de semana anterior– durante el debate parlamentario por la legalización del aborto sumó otro color a los pañuelos verdes, de este lado de las vallas sembradas el miércoles por el Ministerio de Seguridad en inmediaciones del Congreso: el color naranja.

Ese color eligieron quienes convocaron ese día a una “apostasía colectiva”, informando a los manifestantes que con una simple carta, los bautizados por el rito católico pueden solicitar a la diócesis indicada su “baja” de esa grey.

Más allá de esa campaña, impulsada hace años por la Coalición Argentina por un Estado Laico, el tópico de la separación de Iglesia y Estado volvió a instalarse con fuerza en la opinión pública, atravesada por la lucha por derechos como la interrupción voluntaria del embarazo, ya adquiridos en países de fuerte tradición católica como España e Italia o, más recientemente y vía referendum, Irlanda.

La frustrada sesión del miércoles en el Senado demostró, detrás de buena parte de los discursos de los senadores que se opusieron al proyecto, el dogma de la religión.

«En poco tiempo más, este Senado va a confundir pecado con delito», dijo el senador cordobés Ernesto Martínez, en una de las exposiciones más fuertes de la jornada. «Actuamos de buena fe, pero nos equivocamos, no advertimos que estábamos ante un sectarismo insaciable, por supuesto desde la Iglesia Católica y la Evangélica», agregó, y advirtió que «los artículos con basamentos religiosos son pulverizados por la realidad».

Como un arma de doble filo, la victoria pírrica de los pañuelos «celestes» preanuncia un nuevo desafío para la Iglesia argentina. El sostenimiento del culto católico, tal como lo prevé la Constitución, vuelve a estar en discusión. «