Dentro de la Iglesia hay dos colecciones de piezas documentales que todavía no han salido del secreto y que pueden ser claves para distintas investigaciones judiciales sobre delitos de lesa humanidad y, especialmente, sobre la recuperación de hijos de detenidos desaparecidos que todavía no conocen su identidad. Se trata de los registros de bautismos y de las notas y pedidos que atesoran los organismos eclesiásticos.

Esas piezas, que llevan cuatro décadas sin ver la luz, incluyen a las actas secretas de las asambleas de la Conferencia Episcopal Argentina. Entre 1976 y 1983, el mando de tropa del clero concretó una docena de asambleas, donde los prelados debatían e informaban, de manera reservada, las distintas novedades referidas a la desaparición de personas y las gestiones para saber su paradero.

Hasta ahora la curia jamás fue requerida judicialmente sobre esas actas secretas, pero los pocos documentos aportados por el episcopado revelan la importancia de esas pruebas. Uno de ellos fue la carta que aportó el arzobispo de Santa Fe y titular de la CEA José María Arancedo en la investigación del asesinato de monseñor Enrique Angelelli, obispo de La Rioja el 4 de agosto de 1976. En la carta el prelado le contaba al arzobispo santafesino Vicente Zaspe los peligros y amenazas que 20 días después terminarían con su vida.

El otro documento no proviene de Santa Fe, sino del Vaticano y también fue aportado en 2014. Se trata del informe «Crónica de los hechos relacionados con el asesinato de los padres Longueville Gabriel y Murias Carlos, dos sacerdotes riojanos asesinados el 18 de julio de 1976, un mes antes de que Angelelli apareciera asesinado al costado de la ruta 38.

Ambas piezas, confiadas cuatro décadas después de los hechos, son parte de un enorme fárrago de archivos que siguen guardados bajo siete llaves dentro del país y que también incluyen los reportes de los obispados castrenses y las capellanías policiales, un eje de información secreta que tuvo un elenco privilegiado entre la CEA y La Plata conducido por Victorio Bonamín, vicario castrense durante la dictadura; Antonio Plaza, arzobispo de La Plata y capellán mayor de la policía bonaerense y Adolfo Servando Tórtolo, hombre promovido por Plaza, luego arzobispo de Paraná y nombrado por el Papa vicario general de las fuerzas armadas en 1975. Tórtolo fue dos veces presidente de la CEA en esa época. Los debates internos que condujo dentro de las asambleas que encabezó siguen sin ver la luz.

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