Ya no hay lugar para comportamientos mafiosos», dijo esta semana el presidente Mauricio Macri. Fue en referencia a la detención del Pata Medina, un sindicalista que usó recursos de gangster para amasar una fortuna obscena. 

El exjefe de la Uocra-La Plata hizo méritos más que suficientes para pasar una larga temporada en prisión, pero el gobierno diseñó la ampulosa detención del gremialista y su familia para que tenga onda expansiva. El objetivo final: demonizar la actividad gremial para aceitar el ajuste y la reforma laboral. 

Por supuesto, si hay gremialistas vulnerables es porque tienen los bolsillos sucios. La estrategia del gobierno sería inocua si buena parte de los jefes sindicales no tuvieran cosas que ocultar. De todos modos, los sindicalistas corruptos no son los únicos blancos de la avanzada oficial. El gobierno cuenta con una batería de recursos disponibles para apretar sindicatos. Algunas de ellos: desfinanciación de las obras sociales, revocación de la personería jurídica (en la Argentina hay 6400 gremios, pero sólo posee personería firme la mitad) y la intervención. La experiencia indica, sin embargo, que el acoso será selectivo. Los gremios amigos o dóciles no tienen por qué temer. Un caso testigo: pese a que la propia hija del extinto Gerónimo «Momo» Venegas admitió que su padre ocultó fortunas mediante testaferros, su gremio, la UATRE –aliado del PRO–, seguirá funcionando como si nada. «Es un tema sucesorio, no sindical» justificó el ministro de Trabajo bonaerense, Marcelo Villegas. Total normalidad. 

En su discurso del miércoles, Macri dijo haber detectado «comportamientos mafiosos» en «la Justicia, el mundo académico, el mundo del periodismo». Claro que los hay, y a montones. Pero quizá la lista de 582 «mafiosos» que el gobierno se jacta de tener sea incompleta. ¿Cómo se explica, si no, que el grupo Clarín –acusado por todos los expresidentes de la democracia de haber ejercido prácticas cuasiextorsivas– sea el más favorecido por la gestión PRO? 

El presidente mencionó también a «sectores del empresariado», un colectivo que conoce desde la cuna y, hasta ahora, transitó indemne la promocionada «cruzada antimafia». Es más, obtuvo beneficios, como el blanqueo. ¿Será que el presidente está dispuesto a romper el código de omertá que desde siempre protege a su clase? Ojalá. Sería una saludable y rarísima novedad. 

Rufianes como el Pata Medina realizan y protegen sus negocios ejerciendo la violencia por mano propia. Las organizaciones de cuello blanco se sirven de la fuerza pública. La familia Blaquier, propietaria del oligopolio azucarero Ledesma, lo hizo en dictadura. Y también esta semana, cuando un escuadrón de gendarmes y policías reprimió una protesta frente al ingenio emblema del poder en Jujuy. 

El creciente uso de uniformados para disuadir el conflicto social forma parte del plan oficial para «captar inversiones». El ahora célebre Pablo Noceti, jefe de Gabinete del Ministerio de Seguridad, lo admitió durante una reunión con terratenientes de Río Negro, Chubut y Neuquén. «La decisión política del gobierno es proteger sus inversiones y el desarrollo productivo de sus campos», les dijo, palabras más o menos, el funcionario. En ese marco se ejecutó el operativo del 1 de agosto, que se inició sobre la Ruta 40 y concluyó con una avanzada sobre la Pu Lof mapuche asentada en tierras vendidas a Benetton. Durante ese operativo desapareció Santiago Maldonado. 

Hoy se cumplen dos meses de esa ausencia. La ministra Patricia Bullrich, jefa de Noceti y responsable de las fuerzas que hoy ejecutan un peligroso espiral de violencia institucional, aún no pudo responder la pregunta que esta tarde volverá a multiplicarse con marchas en todo el país: ¿dónde está Santiago Maldonado? «