Bienvenidos a la obviedad. No estamos bajo una dictadura. Ni el avance brutal sobre derechos constitucionales, ni el uso creciente y rutinario de la violencia para aplastar las protestas sociales y laborales, ni la usurpación de atribuciones propias del Parlamento, ni la construcción rápida y furiosa de organismos propios de un Estado orwelliano, ni la disposición privada de la riqueza social amparados por corporaciones mediáticas y judiciales, aunque sean rasgos propios de gobiernos dictatoriales, alcanzan para  caracterizar como tal al gobierno de Cambiemos. 

No obstante, dictadura y democracia como categorizaciones mutuamente excluyentes padecen de una suerte de obsolescencia dinámica en la medida en que la configuración actual del capitalismo ha abolido toda mediación entre el poder y las subjetividades, por una parte, y por la otra, ha absorbido funciones esenciales de las instituciones democráticas, limitando el despliegue de la política como expresión de la libre voluntad de los ciudadanos. Hay una compleja trama, aún no del todo desentrañada, entre la extensión y generalización de la sociedad biopolítica y la imposición de novedosas formas de subordinación al capital, que se apodera ya no sólo de las conciencias sino también y fundamentalmente de los cuerpos. De la vida, en suma. Como consecuencia, la fabulosa concentración de poder del capital financiero ha causado, especialmente en los países deudores y en márgenes cada vez más amplios de las naciones opulentas, un proceso de regresión hacia formas de estados de excepción, entendiendo por tal «el que se presenta como la forma legal que no puede tener forma legal, una tierra de nadie situada a medio camino entre el derecho público y el hecho político, entre el ordenamiento jurídico y lo que de hecho sucede en la vida cotidiana», según la definición de Giorgio Agambem. Al sur del Río Bravo abundan los ejemplos, desde el «Estado fallido» mexicano hasta el régimen ilegal de Temer en Brasil.

Ya no se trata de las clásicas dictaduras latinoamericanas alentadas por los Estados Unidos durante décadas, con Estados terroristas que crearon un doble aparato coercitivo, uno legal y otro completamente clandestino. En el estado de excepción, en cambio, la suspensión de la norma es un acto insolente y hasta ejemplificador: necesita ser exhibido a los ojos de todo el mundo para que instale el principio de autoridad por encima de la norma. No es ni interno ni externo al ordenamiento jurídico sino que se sitúa en «un umbral, o una zona de indiferenciación, en el cual el adentro y el afuera no se excluyen sino que se indeterminan». Por lo tanto, la suspensión de la norma no implica su abolición, y la zona de anomia que instaura no está o no pretende estar escindida totalmente del orden jurídico. ¿No resuena en esta cita la feroz campaña para desplazar a la procuradora Gils Carbó y el proyecto para desplazar a jueces y fiscales independientes, o la transformación de la Corte Suprema de Justicia en un órgano completamente asimilado a los poderes fácticos, para no hablar del cinismo de Marcos Peña y de Patricia Bullrich en lo que se refiere a la desaparición de Santiago Maldonado y al asalto violento a las comunidades originarias?

Lo novedoso de este dispositivo radica en que no sólo no se oculta sino que él mismo forma parte de los recursos del lenguaje en la disputa ideológica. La desigual batalla por la comunicación impuso en un sector de la sociedad sus supuestas verdades, que pueden condensarse en una sola que todo lo abarca: el «cambio» habría triunfado sobre ese enemigo multiforme llamado genéricamente «mafias», y sólo faltaría que acabe de consolidarse la mil veces anunciada recuperación económica para que la coalición multisectorial de derecha que nos gobierna sea el único horizonte posible. Pero esta consolidación no podrá ser sin un doble triunfo de la derecha: uno en términos de la construcción de un bloque de opinión sólido y duradero que avale su modelo, y otro basado en una derrota profunda del movimiento obrero y popular, cuya resistencia al despojo parece ineluctable, dada su potencialidad histórica y actual. En los países de América latina donde imperó el Estado terrorista, este surgió de una crisis de dominación caracterizada por el agotamiento del modelo capitalista dependiente y la resistencia social a una reconversión de altísimos costos humanos. Hoy no enfrentamos los brutales Estados genocidas de antaño sino regímenes predatorios, en los que «el poder de muerte», siempre presente, se manifiesta también como «el poder de dejar morir» a los excluidos del mercado y, por lo tanto, de la vida. 

Pero, ¿qué es el Terror sino la base misma sobre la que se erige toda forma de Estado, que en la modernidad continúa siendo la garantía última de la sociedad de control que hace posible la función imperceptible del «poder sobre la vida»? Se trata siempre del modo en que el poder penetra en el cuerpo mismo de los sujetos y en sus formas de vida. No es posible explicar hoy, por ejemplo el curso de la crisis del capitalismo financiero al margen de ese anclaje hobbesiano de la biopolítica en el «poder de muerte», esto es en el permanente estado de excepción que la propia crisis exacerba. La aplastante supremacía de la banca mundial que, en medio de la debacle, impone programas que anulan derechos sociales básicos en los eslabones débiles de la Unión Europea, se fondea en el vasto poderío militar de las grandes potencias encabezadas por los EE UU, que garantizan la hegemonía mundial del capital financiero (Guantánamo como el terror global). La crisis expone a la luz diurna el terror apenas encubierto bajo las ruinas del Estado de Bienestar, subyacente en los dispositivos disciplinarios de inclusión-exclusión.

«El pasado está lleno de gente muerta», dijo el filósofo oficialista Alejandro Rozitchner al anunciar las bases de la visión del mundo PRO. La torpe frase es menos la afirmación de un hecho que el anuncio de un propósito: se trata de matar el pasado para volver al mundo. Esto es, de anular todas las memorias, de erradicar los populismos, los intelectuales críticos, de estigmatizar todo colectivo que resista y luche, desde los organismos de Derechos Humanos hasta los ámbitos judiciales que, a contramano de una justicia crapulosa, sostienen la memoria como arma para defender la vida presente en todas partes. La propuesta revelada  por Rozitchner es la de un sujeto sin historia, puerilizado, incapaz de simbolizar pero capaz de asumir antagonismos que excluyen toda solidaridad.

Ya está claro que la gestación de una nueva subjetividad que, en la era de la revolución tecnológica sustente ideológicamente la hegemonía del capital financiero, requiere la abolición de la historia como presente y su condena a una escolaridad que a todo lo torna remoto.

Por el contrario, para las clases subalternas se trata de apostar, una vez más, a la memoria y la lucha como reapropiación social de la vida. «