La Policía de la Ciudad es el más osado experimento punitivo del PRO, y fue definida por sus creadores como una «fuerza de proximidad». Al respecto, dos postales lo demuestran: una mujer reducida a golpes y patadas por efectivos de civil, y un chico de 13 años llevado a palazos por una turba de uniformados hacia un camión celular. Aquellas imágenes, que dieron la vuelta al mundo, corresponden a la brutal represión –con gases lacrimógenos, carros hidrantes y balas de goma– a cooperativistas congregados el 28 de junio ante el Ministerio de Desarrollo Social para reclamar puestos de trabajo.

El alcalde porteño, Horacio Rodríguez Larreta, no dudó en afirmar que los agentes del orden «actuaron con mucho profesionalismo». Lógico, ¿qué se esperaba que dijera?

Porque el plan de operaciones del asunto –que incluyó la presencia de provocadores y otros infiltrados que «marcaban» a manifestantes para luego direccionar la cacería contra ellos, junto a la simulación de un acuerdo entre el oficial a cargo de la tropa con el delegado de los cooperativistas para relajarlos en el momento del ataque– fue minuciosamente diseñado en las entrañas del Gobierno de la Ciudad. Y su ejecución –según confirmó uno de sus voceros a Tiempo Argentino– fue comandada personalmente desde la Sala de Situación de la Policía de la Ciudad, en su sede de la avenida General Hornos 236, por el propio ministro de Seguridad, Martín Ocampo, y el secretario –interinamente a cargo de dicha mazorca– Marcelo D’Alessandro, con la asistencia técnica de un estado mayor compuesto por el titular de la Subjefatura, superintendente Carlos Kevorkian, el jefe de la Superintendencia de Operaciones, comisionado Gabriel Oscar Berard, y el responsable de la División de Operaciones Urbanas (DOU), comisionado Osvaldo Masulli. La faena al final resultó satisfactoria, aunque para completar su carácter vintage solo faltaban los Falcon verdes.

De hecho, Kevorkian supo ir a bordo de esos vehículos durante sus años mozos en la Superintendencia de Seguridad Federal, el brazo «antisubversivo» de la Policía Federal. Una gran escuela que forjó su estilo profesional, al punto de que arrastra una imputación tras un operativo de seguridad que condujo el 25 de junio de 2005 en un partido entre Chacarita y Defensores de Belgrano, a raíz de la muerte de Fernando Blanco, de 17 años, por los golpes recibidos en un patrullero. De ese día hay un video que muestra a Kevorkian gritándoles a los hinchas: «¡Te hago cagar a palos! ¿Cuál es el problema?»

Entonces tuvo un fulgente paso por la Metropolitana y luego recaló en la Policía de la Ciudad. Una milicia que en solo seis meses de vida ya padeció el arresto de su primer jefe, Pedro Potocar, y también el de su conductor en la sombra, Guillermo Calviño, sin que su cruzada contra la «inseguridad» pase del desbaratamiento de una banda dedicada al robo y reventa de celulares, la captura de algún violador y el hallazgo de vehículos con pedido de secuestro, tal como se consigna con orgullo en el portal de la repartición.

Pero en ese lapso consumó hitos de otro tipo; a saber: la emboscada con golpizas y detenciones arbitrarias a mujeres tras la marcha organizada el 8 de marzo por el colectivo Ni Una Menos; los palazos y tiros con proyectiles de goma a vecinos de La Boca que el 21 de marzo protestaban por la muerte de una mujer y graves heridas a otra durante una desaforada persecución de La Bonaerense a supuestos delincuentes; el ataque furibundo del 9 de abril a los docentes que armaban la Escuela Itinerante en la Plaza de los Dos Congresos y la intimidación del 21 de abril a estudiantes y profesores de la Escuela Normal Mariano Acosta por efectivos de la Comisaría 7ª. A tal panorama se le suma la realización sistemática de «controles poblacionales», tal como se les dice a las razzias en barrios pobres; las constantes vejaciones a niños indigentes que circulan en espacios públicos vedados para ellos por las leyes no escritas del apartheid; las capturas callejeras de adultos jóvenes por razones lombrosianas; el despojo de mercaderías a manteros y el hostigamiento a inmigrantes, entre otras delicias. La frutilla del postre fue, desde luego, lo del miércoles pasado. Una dialéctica de la «seguridad pública» como valor supremo que el macrismo impone en la vida cotidiana con siniestra eficacia. Y que tiene a la División de Operaciones Urbanas como herramienta primordial.

Sin embargo, esa unidad policial también nació manchada por el lodo de la corrupción. Y con un escandaloso episodio que las autoridades mantuvieron en un discreto segundo plano: una estafa de 8 millones de pesos cometida desde la plana mayor de la DOU por cobrar horas extras que nadie cubría. Esa maniobra le costó la cabeza a su entonces titular, el comisionado mayor José Celeste, y al jefe de la División de Intervenciones Urbanas, comisario Diego Carrizo, junto con otros seis oficiales. El primero de ellos fue reemplazado por el comisionado Masulli. Mientras que el mandamás de la Superintendencia de Operaciones, comisionado Berard –en su momento bajo la sospecha de ser el máximo beneficiario del asunto– salvó por milagro su buen nombre y honor.

Tal golpe de suerte le permitió ser ahora el alfil del impiadoso castigo a esos hombres, mujeres y niños que reclamaban trabajo frente al Ministerio de Desarrollo Social. Un escarmiento –dicho sea de paso– aplaudido por ciertos comunicadores y la «parte sana» de la población.

Demagogia represiva y negocios sucios, dos caras de la misma moneda. «