Qué cambia para la Argentina con el gobierno de Biden

Por: Dardo Castro

El nuevo presidente de los Estados Unidos ingresará a la Casa Blanca el 20 de enero de 2020, cuando estén en pleno debate las condiciones que el Fondo exija al gobierno de Alberto Fernández para conceder el famoso Programa de Facilidades Extendidas, que implica un plazo de diez años de gracia. La relación bilateral con Washington y el FMI ante el impacto de la peste y una recesión inédita desde 1930.

El triunfo de la fórmula Joe Biden-Kamala Harris en las elecciones presidenciales de Estados Unidos ha suscitado un amplio debate en los foros de pensamiento político de América latina. Se conjetura cómo será la relación del imperio con nuestros países luego de la derrota de Donald Trump, más celebrada aún que la victoria del opaco candidato demócrata. En la Argentina predomina la opinión de que la mudanza podría beneficiar al gobierno de Alberto Fernández, ya que, si bien hubo una convivencia sin conflictos graves con la administración Trump, se descontaba que su reelección hubiera perjudicado los intereses del país en la renegociación de la deuda de 44.000 millones de dólares que contrajo Mauricio Macri con el Fondo Monetario Internacional, organismo donde Washington tiene una capacidad de veto decisiva.

No obstante, hay quienes recuerdan que Juan Domingo Perón prefería lidiar con gobiernos republicanos, a los que consideraba adversarios más confiables que los demócratas. De hecho, si algún mérito se le reconoció a Trump aún entre los que lo detestan, es su brutal sinceridad, un rasgo típico de los grandes líderes republicanos.

La prensa internacional predice que Biden revertirá la agenda habitual del Partido Republicano, de hostigamiento racista y redistribución a favor de los más ricos. Su propuesta incorpora mejoras presupuestarias en los servicios de salud, educación y contención social, principalmente, y cambios positivos en la política migratoria. En el frente externo, se anuncia el regreso al multilateralismo y a la agenda ambiental despreciada por Trump, y se retomaría el diálogo con Cuba iniciado por Obama, aunque con exigencias acordes al paladar estadounidense, mientras que en Venezuela, donde la opción Guaidó fracasó rotundamente, Washington apoyaría una salida política a condición de excluir a Nicolás Maduro.

Algunos analistas esperan que Biden abandone o, por lo menos, limite el hegemonismo yanqui y la doctrina Monroe, que se materializó en más de 50 intervenciones militares sólo en América latina a lo largo del siglo XX. Esto sin contar el apoyo diplomático y con recursos materiales a golpes de estado contra gobiernos democráticos en varios de nuestros países. 

Pero, pese a la influencia decisiva de la izquierda del Partido Demócrata en esta elección, en la que prácticamente triplicó el peso del socialista Bernie Sanders en la anterior, es improbable que Biden, un liberal de centro para el rasero estadounidense, abandone la doble vara de los demócratas, que, como Barak Obama, dictan políticas sociales moderadamente progresistas en su país mientras aplican mano de hierro en la periferia global, incluyendo intervenciones armadas directas o a través de países aliados o de grupos terroristas para garantizarse recursos estratégicos y hegemonía militar, como ya es rutina en Medio Oriente y en las fronteras de la Federación Rusa.

Son inocultables los vínculos de Biden con el complejo militar-industrial y con los financistas de Wall Street. Como vicepresidente desempeñó un papel fundamental en la política exterior del gobierno de Barack Obama, que incluyó las guerras contra Libia y Siria y la complicidad activa, a través de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) y el Departamento de Estado, con los golpes de Estado contra Manuel Zelaya, en Honduras (2009), Fernando Lugo, en Paraguay (2012), Dilma Rousseff en Brasil (2016) y el intento de derrocamiento del ecuatoriano Rafael Correa (2010).

Las relaciones carnales

Entre nosotros, la jauría mediática venía denunciando que la política exterior del gobierno conducía al aislamiento internacional, en primer lugar por la confesa inclinación latinoamericanista de la coalición, incluyendo lo que la prensa considera gestos desafiantes hacia Estados Unidos, como el apoyo a una salida pacífica en Venezuela, el repudio al golpe que derrocó a Evo Morales en Bolivia y la propuesta de un candidato propio para presidir el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), en contra del que finalmente impuso Trump, Mauricio Claver-Carone. Como decía Macri de Cristina Kirchner cuando ella era presidenta, Alberto Fernández se junta con los peores de la calse.

El columnista de La Nación Carlos Pagni llegó a decir que Alberto Fernández fue desairado por el presidente mexicano, Andrés López Obrador, su aliado en la disputa por la presidencia del BID y en el posicionamiento frente a Venezuela y Bolivia, porque aceptó la invitación para visitar a Trump y analizar la compleja agenda bilateral de ambos países. Resulta increíble que alguien con alguna formación profesional pueda suponer de buena fe que las relaciones entre estados deban regirse por emociones más propias de amistades entre púberes que por intereses estratégicos, como los que involucran al T-MEC, el tratado comercial entre México, Estados Unidos y Canadá, que López Obrador fue a discutir con Trump en la Casa Blanca.

Ese es el proyecto de nación subalterna que tiene la derecha local, colonizada a través de su comunidad de intereses económicos y políticos con las potencias hegemónicas, en primer lugar con EE.UU. 

Mientras tanto el gobierno como la torva coalición opositora permanecen expectantes sobre la posición que adoptará Washington frente a los reclamos argentinos de que el FMI acepte un programa de pagos “sustentable”, es decir, que no ahogue la recuperación de la economía. El nuevo gobierno ingresará a la Casa Blanca el 20 de enero de 2021, cuando estén en pleno debate las condiciones que el Fondo exija al país  para conceder el famoso Programa de Facilidades Extendidas, que se aplica a deudores de difícil solvencia y que implica un plazo de diez años de gracia.

La cuestión es espinosa para todos los bandos en pugna, que son más de dos. Por lo pronto, el establishment financiero anhela que la nueva administración yanqui aplique su enorme capacidad de presión para que la directora gerente del FMI, Kristalina Georgieva, abandone la piadosa conmiseración hacia los pobres del mundo y vaya directo al grano, esto es, la exigencia de que el país regrese al vademécum tradicional del organismo, que se resume en la famosa austeridad fiscal, una fórmula que, impuesta como quiere el establishment, destruye empleos, salarios y jubilaciones. 

Lo que se debate, en rigor, es el grado con que se aplicará esa instrucción, que hasta ahora no parece que vaya a repetir los peores ejemplos, como el que arrasó a Grecia en 2015, después de la durísima renegociación de la deuda pública de ese país con la troika formada por la Comisión Europea (CE), el Banco Central Europeo (BCE) y el FMI. 

El nuevo escenario

La coyuntura mundial está lejos de parecerse. No porque el Fondo se haya transformado en una entidad de beneficencia, sino por el cuadro de inestabilidad crítica que imponen la persistencia de la pandemia y las condiciones de la economía global, que no logra recuperarse, con la moderada excepción de China. Según el economista británico Michael Roberts, la economía estadounidense atraviesa la peor recesión desde la década de 1930, con las cifras del PIB del tercer trimestre  muy por debajo de su nivel anterior a la pandemia.  Y de los más de 22 millones de puestos de trabajo perdidos en marzo y abril, hasta ahora solo se han recuperado alrededor de 11,3 millones.

Los efectos devastadores de la peste en los países pobres y de desarrollo medio, en particular en América latina, han generado el clamor de numerosos organismos internacionales, entre ellos la OIT y el propio FMI, que exhortan a los estados a gastar dinero para garantizar la sobrevivencia de sus poblaciones. Y el impuesto a las grandes fortunas, tan repudiado aquí por la coalición opositora, ya es una consigna de alcance mundial.

En la Argentina, pese a la proliferación de pronósticos de hecatombe económica, social y sanitaria, el gobierno del Frente de Todos tropieza pero está lejos de caerse. Por el contrario, hay signos alentadores, y las medidas de restricción del gasto público comienzan a equilibrarse con la recuperación económica, todavía modesta pero promisoria, y los programas de contención social emanados del gobierno. También los salarios, talón de Aquiles del actual proceso de recuperación productiva, ocupan un lugar central en la agenda de planificación que el gobierno debate con las organizaciones obreras.

Hay otras señales, entre ellas una de orden político, que expresó la intención de autonomía del vilipendiado gobierno peronista. La enunció públicamente el ministro Guzmán cuando el CEO italiano de Techint, Paolo Rocca, quiso dictarle el programa del establishment al reclamarle menos impuestos y reducción del gasto público. 

La respuesta del ministro fue ejemplar: “En cuanto a la conducción de los grupos económicos, tiene que ver con si realmente todos los sectores están dispuestos a trabajar por una Argentina mejor. Somos quienes conducimos, con una visión muy definida hacia dónde se quiere ir. Es responsabilidad nuestra hacer parte del diálogo a todos los sectores de la economía, pero también es responsabilidad de los empresarios aceptar que la conducción la tenemos nosotros”.

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