No faltará quien opine que todo lo acá escrito se resume a que con plata en el bolsillo, se terminan los problemas. Quizás tenga razón, pero estas palabras son un atentado a la simplificación.

Desde hace poco más de una semana, los medios analizan quién es Fernando Sabag Montiel, el hombre de 35 años que empuñó y gatilló el arma frente a Cristina Fernández de Kirchner. Cómo pudo pasar que alguien quiera eliminar físicamente a la figura más importante de la política argentina en el siglo XXI. Cómo es que alguien elige el camino de la violencia política. Un escalón más arriba: cómo es que los discursos de odio proliferan más allá de los medios y pertenecen ya a sectores amplios de la sociedad, a pesar de la militancia educativa democrática que el año que viene cumple 40 años ininterrumpidos.

Juzgar y entender, asuntos separados

Acaso habría que mirar con un poco más de atención a Sabag Montiel y al grupo que algunos colegas ya llaman “La banda de los Copitos”, en referencia a los copos de algodón de azúcar que vendía, hasta poco antes de su detención, Brenda Uliarte, pareja del agresor. Los orígenes son todos humildes, los presentes son todos difíciles: se trata de un grupo de personas integradas al universo de los y las trabajadoras no registradas, informales, precarias. Según un interesante dossier de artículos publicados en conjunto hace pocos meses por las revistas Crisis y lanaciontrabajadora.com, hay casi 5 millones de individuos adultos que quedan fuera de toda negociación paritaria y no perciben ninguna de las ayudas económicas de programas estatales.

Ahí entonces toman sentido sus apariciones públicas:

1. Brenda y Fernando en Crónica critican a los planeros sobre avenida Corrientes mientras trabajan vendiendo copos de azúcar.

2. Fernando apunta la Bersa y la bala no vuela.

El paso al acto es el desborde jurídico a condenar, pero la trama vital precaria que a ellos rodea es lo que la época exige investigar urgente.

De momento, la justicia pudo asegurar respecto del intento de asesinato que Sabag Montiel no actuó solo, pero que “ esto no es Al Qaeda”. Uliarte estuvo en una pequeña movilización que arrojó antorchas encendidas a la Casa Rosada. Fernando tiene el cuerpo cruzado de símbolos neonazis. El arma no se disparó por vieja, por descuidada, por suerte. ¿Quiénes son estas personas a quienes se pone -con el indiscutible propósito de defender a la democracia- en el lugar de la monstruosidad, la locura, de lo que cae afuera de la sociedad contemporánea? No llegan a terroristas por ineficientes, no son locos porque la pericia psiquiátrica los aprueba. Otra vez la precariedad, la informalidad.

A falta de pruebas consistentes de una conspiración mayor, de momento quizás convenga atenerse a lo que se sabe: en Fernando y en Brenda permean ideologías supremacistas de ultraderecha, discursos que culpan a la política de un presente difícil, una cotidianeidad explotada, que solo se solucionarán con el limpio filo de la violencia: hay que matarlos a todos. Algo dicho por referentes de Revolución Federal, el grupo que hoy dice no reconocer a Uliarte entre sus integrantes, aún cuando estuvo en aquella escena a lo Game of Thrones en Plaza de Mayo. Matando a Cristina, esta vida de constante fin de mes se transforma, mi trabajo me pone un techo seguro sobre la cabeza. Con plata en el bolsillo, se terminan los problemas

La efectividad de los discursos ya no de odio, sino aquellos que simplifican la economía real y cotidiana de las mayorías, es una deuda que la política democrática no identifica, no trata, no enfrenta y, en muchos casos, instrumentaliza con cálculo electoral. La discusión política le pone voz a la intolerancia y a la violencia cuando no tiene cómo hablar de lo concreto: qué medidas mejoran de forma sostenida la vida de 5 millones de trabajadores precarios y enfrentan los números cercanos al 40% de la población bajo la línea de la pobreza.

La palabra política, un desierto

La política no le interesa a nadie, dicen los encuestadores, la gente está harta de las peleas. En todos los grupos de WhatsApp pudo leerse la sospecha respecto del atentado, cada quien conoce a alguien que habló de “circo” o “teatro”. Cuando lo real es un desierto, impera el mito, la ilusión, la fantasía. Es preciso entender cuándo fue que lo político dejó de ser una representación ya no de la voluntad del votante, y pasó a ser una actuación, incluso para algunos una farsa ajena y lejana, que abre más a la indiferencia que al odio.

La palabra política dice se robaron un PBI, los mejores 12 años de gobierno, mataron a un fiscal, vos sos la dictadura, con la relativa tranquilidad con la que se expresan símiles, metáforas, figuras retóricas. Discutir mitologías en un presente atormentado solo puede abrir la puerta al final de todas las metáforas, Bersa en mano. Quizás Sabag Montiel decidió pisar un poco más allá del fantaseo de poder o revancha que produce un arma de fuego. Está en sus cabales, pero pertenece a una forma de subjetividad política que contempla la violencia como opción real, ya no contra sus iguales -porque a esa violencia la conoce cualquiera en cada barrio del país- sino contra quienes considera únicos poseedores del poder y el Estado que lo oprimen.

Fernando creyó apuntar contra el poder. Cristina dijo hace no mucho que el poder del Estado apenas si llega a un cuarto de las fuerzas concretas en juego.

Nada atenúa la consecuencia jurídica de su paso al acto, pero es la burbuja de sentido a la que pertenecen Fernando Sabag Montiel y Brenda Uliarte la que exige explicaciones complejas, profundas, más allá de cualquier discursividad etiquetable.