El triunfo en Italia de la líder de extrema derecha Giorgia Meloni arrojaba hace una semana un nuevo halo de oscuridad sobre el mundo-al menos en Occidente-que emergió después de la pandemia. Durante los 24 meses en que el Covid-19 asoló a la humanidad, los seres con tendencia al optimismo-bienvenidos-sostenían que luego de la tragedia sanitaria surgiría un mundo mejor, una humanidad mejor. No era un pensamiento ingenuo. Hubo otras  catástrofes, como la Segunda Guerra Mundial, de las que a grandes rasgos, haciendo un trazo gruesísimo y aceptando que las sombras son inevitables, surgieron instituciones y políticas que eran mejores que lo anterior.

Ganaron los escépticos en esta ocasión, con su tendencia habitual a exponer su victoria con sarcasmo. «Pensar que algunos decían que de la pandemia salíamos mejores», es la frase, palabras más palabras menos, con la que exponen su acierto.

Esa sombra global en la Argentina terminó de instalarse con el intento de asesinato a Cristina Fernández. Si algo faltaba para crear un clima lúgubre, una plaza con árboles pelados recorrida por una neblina espesa, eran bandas de extrema derecha que apuestan al asesinato político para imponerse. Esto, más allá de que el intento de magnicidio tenga ese tufillo a servicios, que siempre utilizan a este tipo de personajes para el trabajo sucio.

El lawfare utiliza el encarcelamiento político disfrazado de lucha contra la corrupción. Ahora se sumó este escalón: la muerte física.

Todo ocurre en un contexto económico y social enrarecido. El gobierno del Frente de Todos ha logrado que la Argentina tenga el nivel de desempleo más bajo de los últimos 6 años, pero la inflación galopante carcome ese éxito. Se lo lleva puesto como un tsunami que arrasa con todo. El desempleo bajó y la indigencia creció. Una inflación que terminará cerca del 100% este año es lo que explica la contradicción. Sergio Massa, con su despliegue político, logró calmar la embestida contra el peso y que los dólares financieros se estabilicen, pero la inflación avanza como la peste. Es probable que el primer objetivo, como en un incendio, haya sido apagar el fuego que había en la cocina y que podía hacer volar toda la casa por el aire, pero el resto del hogar sigue encendido.

En este marco de desolación  surgió una luz. En esta plaza con los árboles sin hojas, con una neblina espesa, con el suelo cubierto de hierba seca, aparecieron los secundarios. Los pibes tomando los colegios encendieron una señal en el horizonte. Pelean por cuestiones básicas: mejores condiciones de infraestructura, rechazo al trabajo esclavo disfrazado de pasantía, viandas para todos. Muestran su pensamiento crítico, sus ganas de cambiar el país y su confianza– esto es lo más importante– de que pueden hacerlo si se organizan, si luchan en paz, si debaten.

Horacio Rodríguez Larreta les respondió con la Policía para intimidar. Como dijo CFK, a veces realmente parece que la derecha argentina nunca será democrática. El operativo policial tiene un objetivo de marketing. Larreta teme que el ala extremista de su partido lo vuelva a acusar de «blando» y le siga sacando votos por derecha para la interna del año que viene. Sin embargo, también hay un objetivo simbólico y de largo plazo: que los pibes dejen de pensar que pueden cambiar el país. Mal que le pese a la derecha y a los escépticos de todo pelaje: los pibes creen eso.

Son la piedra en el zapato de quienes necesitan que la bruma siga avanzando para poder hacer «cirugía mayor» en las mejores tradiciones que tiene la Argentina. Un coro de periodistas grandulones se dedicaron toda la semana a ningunear a los secundarios, a bajarles el precio. Son esos periodistas los que les temen a los pibes y no al revés. Porque lo peor para los conservadores es que las nuevas generaciones piensan que pueden cambiar las cosas.  

En estos días desolados, uno de los más grandes músicos y poetas populares que ha dado la Argentina, Fito Páez, rememora en una saga interminable de conciertos su disco más exitoso desde el punto de vista comercial, El amor después del amor. Muchos años antes de publicar ese álbum, un Fito muy joven, de 21 años, escribía uno de sus versos inmortales: «Quién dijo que todo está perdido/yo vengo a ofrecer mi corazón». Es lo que están haciendo los pibes y pibas. Es lo que eriza la piel de la derecha.  «