Hasta apenas unos días atrás, Cristian Ritondo atravesaba una etapa venturosa en su banca de diputado nacional. Incidía en ello su condición de presidente del bloque del PRO y ser miembro de la Comisión Bicameral que fiscaliza a los servicios de Inteligencia. Pero esto último ahora constituye –diríase– una paradoja, ya que él acaba de ser ubicado –junto a la ex gobernadora de Buenos Aires, María Eugenia Vidal; al ex jefe de Gabinete, Federico Salvai, y al aún procurador general Julio Conte Grand– en la cúspide de la mesa judicial que hostigaba a sindicalistas y ex funcionarios en esa provincia. Tal aseveración salió de los labios del subcomisario de La Bonaerense Hernán Casassa, quien fuera el brazo policial de tal gavilla persecutoria. Y figura en dos audios con su voz que ya obran en poder del juez federal platense Ernesto Kreplak. Una vicisitud que Ritondo jamás imaginó para sí.

Lo cierto es que este muchacho del barrio de Mataderos es una rara avis en el universo macrista. Más bien, se trata de un típico producto generacional del justicialismo noventista. Tanto es así que, luego de ocupar cargos menores en la gestión municipal de Carlos Grosso, pasó a ser asesor en la Cámara Baja hasta que fue nombrado por Carlos Menem con un puesto jerárquico en el Instituto Nacional de la Administración Pública y, luego, en la Secretaría de Seguridad Interior. Pero su gran salto lo dio en 2002, con Eduardo Duhalde en la presidencia, al convertirse en subsecretario del Interior. Ya en 2007 brincó hacia el PRO, llegando así a la Legislatura porteña para presidir el bloque de tal espacio y, seguidamente, la vicepresidencia de ese cuerpo parlamentario. Hasta fines de 2015, al ser elegido por Vidal como su ministro de Seguridad.

Conviene prestar especial atención a esa etapa de su vida.

Cabe resaltar que la llegada de la “Marieu” al primer despacho de La Plata fue para ella algo tan sorpresivo que no tuvo tiempo para la planificación de una política hacia La Bonaerense, la agencia policial más díscola del país. Su solución fue recurrir a la “herencia recibida”; dicho de otra manera, las nuevas autoridades resolvieron servirse de la estructura policíaca y ministerial dejada por el kirchnerismo: el ex cabecilla de la fuerza, Hugo Matzquin (quien dio un paso al costado por razones jubilatorias), y su jefe político, Alejandro Granados. Así fue que Ritondo puso al frente de aquella mazorca al comisario Pablo Bressi, un delfín de Matzquin.

En realidad, fue un salto al vacío. Porque tal nombramiento contrarió a un poderoso sector del comisariato enfrentado a la dupla Granados-Matzquin, cuyos integrantes habían depositado en el cambio de gobierno sus ambiciones de poder. Ello disparó una furiosa interna entre las líneas policiales en pugna. Una guerra que salpicaría en forma dramática al Poder Ejecutivo provincial.
El sector disconforme de la corporación azul puso entonces en marcha un sistema de “advertencias” sinuoso y resonante. Y ello incluyó la táctica de “poner palanca en boludo”, así como en la jerga policial se le dice al trabajo a reglamento. Al mismo tiempo, estallaba en el Gran Buenos Aires una escalada de sugestivos delitos. Prueba de ello fue una súbita ola de secuestros exprés, como el del fiscal de Lomas, Sebastián Scalera, y el del ex diputado duhaldista –pasado a las filas del PRO– Osvaldo Mercuri. También hubo entraderas no efectuadas justamente al voleo, como el de la casa del mismísimo intendente de La Plata, Julio Garro, y el ocurrido en el hogar de Salvai. Simplemente, una demostración de fuerza.

Casi por reflejo, la primera medida que al respecto tomó la Gobernadora fue mudarse a una base de la Fuerza Aérea.

Vidal y Ritondo habían comprendido con demora que La Bonaerense es una fuerza que se autofinancia y, por ende, una fuerza que se autogobierna; o sea, un Estado dentro del Estado, con la cual resulta ineludible pactar. Y el acuerdo entre ellos fue muy provechoso para ambas partes: vista gorda con los negocios policiales a cambio de que los uniformados exhiban su presencia en las calles (para así crear una ilusoria sensación de orden) y que brinden su know-how a los fines de la guerra judicial del macrismo contra sus enemigos.

Así fue como, por un lado, Ritondo se convirtió en el cateto más visible de un triángulo punitivo, junto con el ministro de Justicia, Gustavo Ferrari, y Conte Grand. Su cosecha: 13 mil presos, casi todos por narcomenudeo y otros delitos menores, aumentando así la población penal de 37 mil a 50 mil presos. La “parte sana” de la población los aplaudía.

Por otro lado, los oficiales de La Bonaerense fueron una pieza crucial para “empapelar” a sindicalistas y funcionarios del gobierno anterior.

Valga el ejemplo del acoso sufrido por el ex gobernador Daniel Scioli y sus principales colaboradores. Todos ellos fueron “engarronados” por lavado de activos y defraudaciones a la administración pública, entre otros delitos imaginarios. A tal efecto hubo desde seguimientos y “capachas” (tal como se le dice al fisgoneo de domicilios por policías encubiertos) hasta espionaje económico –con reportes de los Nosis, de la Afip, de la AFI, de la Unidad de Información Financiera (UIF) y Migraciones– pasando por las tradicionales escuchas telefónicas y unos cien allanamientos. Todo eso, no sin los escraches mediáticos de rigor.

Un detalle es que la base operativa de aquellas acciones fue –según el subcomisario Casassa– las oficinas de Asuntos Internos de la Bonaerense.

Seguramente sorprendido por el florecimiento de aquellas revelaciones, el actual diputado Ritondo supo reaccionar por ahora con un pesado silencio. «