Una sinfonía de balazos sacudió el alba del 19 de febrero en Villa Gobernador Gálvez, pegada a la ciudad de Rosario. Por aquella circunstancia el cuerpo del mecánico Mario Sebastián Bertón quedó como un queso gruyere en la cabina de un Chevrolet Corsa estacionado junto a la vivienda de su madre, Mónica Cabrera. El hecho de que ella sea la puntera local del Partido Justicialista (PJ) provocó un alud de especulaciones rápidamente desechadas por un dato de la realidad: su malogrado retoño no era ajeno al negocio de las drogas. De modo que así pasó a ser el ejecutado número 40 en lo que va del año a raíz de ciertas desinteligencias entre las bandas santafesinas abocadas al narcomenudeo.

La magnitud del conflicto hizo que la ex ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, apuntara contra el titular provincial del área, Marcelo Sain. «Es una persona que tiene una estigmatización muy grande de las fuerzas del orden», supo decir en un programa de TV. Lo notable es que esas palabras salieran de su boca cuando su gestión fue clave para que la sangre en Santa Fe corriera en plano inclinado. Pero vayamos por partes.

Ya desde lo estructural se trata de un territorio picante. Históricamente, la mezcolanza entre una economía latifundista con puerto propio y Bolsa de Comercio, junto a una religiosidad oscilante entre el ala más conservadora de la Iglesia y la masonería, supo moldear una sociedad clasista, casi feudal, para la cual el Estado no era más que un obstáculo. De allí que deportes tales como el contrabando y la evasión fiscal se remontan a la noche de los tiempos. Tanto es así que la «Chicago argentina» –tal como se la llama a la ciudad de Rosario desde comienzos del siglo pasado– fue cuna de versiones desmejoradas de la mafia norteamericana, como la «famiglia» de Chicho el Grande (Juan Galiffi), entre otras añejas encarnaduras del crimen organizado.

Ocho décadas después, la detención del jefe de la policía santafesina, Hugo Tognoli, puso al descubierto la convivencia orgánica de los uniformados y el clan de la familia Cantero, conocida como Los Monos, cuyos integrantes aún en la actualidad controlan desde la cárcel su imperio, en sociedad con los sucesivos reemplazantes de Tognoli. Y –en los últimos 12 años– bendecidos por la tolerancia de los gobiernos (denominados) socialistas. 

Claro que –al menos en las últimas temporadas– la mazorca provincial se vio obligada a disputar su lugar en aquella sociedad mixta con la delegación rosarina de la Federal. Y esa fuerza logró ganarse allí un espacio bajo el ala de Bullrich. ¿Eso formaba parte de su célebre «guerra contra el narcotráfico»?

En este punto emerge la figura del comisario Mariano Valdéz, el otrora poderoso jefe de la PFA en Santa Fe, quien en septiembre del año pasado fue baleado y después detenido por razones aún imprecisas.

Tras el incidente que le ocasionó un tiro en un brazo y otro en la ingle (atribuido al principio –según sus dichos– al ataque de cuatro encapuchados desde una camioneta, en el acceso a Villa Constitución) comenzó su camino hacia el infortunio. Porque después se determinó que en realidad había bajado del auto para dialogar con los ocupantes –no encapuchados– de esa camioneta, y que la discusión terminó a los balazos. Ante el giro de los acontecimientos Bullrich se llamó a silencio.

Cabe destacar que este episodio tampoco dejó indemne al segundo jefe de la PFA en esa provincia, el subcomisario Alberto Bellagio, quien también fue desafectado y puesto tras las rejas. El tipo habría intentado «empiojar» la pesquisa retirando a hurtadillas un bolso de Valdéz que había quedado en el baúl de su automóvil. Ese bolso fue luego recuperado en un allanamiento.

Aquí es necesario retroceder a mayo. Por entonces Valdéz efectuaba su triunfal arribo a la provincia, mientras su antecesor, Marcelo Lepwalts, ya languidecía en un calabozo, procesado por «falsedad ideológica, sustracción de elementos probatorios, encubrimiento y tenencia de estupefacientes». Tres efectivos de su máxima confianza corrían la misma suerte.

En paralelo, también fueron arrestados otros dos suboficiales de aquella delegación. Se los acusaba de encubrir a dealers, con quienes fueron filmados en sus propios kioscos al negociar pagos mensuales para seguir existiendo.

Apenas se trataba del signo visible de una red de recaudación delictiva controlada por la PFA y extendida a través de varias provincias.

A semejante escenario se le acopla un ilustrativo episodio: la visita de un enviado de Bullrich, el agente polimorfo Marcelo D’Alessio, al líder actual de Los Monos, Ramón Machuca (a) «Monchi», en su lugar de detención. En rigor, el tipo pretendía averiguar el paradero de 50 millones de dólares que, supuestamente, Monchi tendría a buen resguardo en algún «embute». Pero también le soltó una propuesta: efectuar tareas de espionaje desde la cárcel para involucrar con el narcotráfico al entonces gobernador Miguel Lifschitz.

Claro que si bien el gran aporte de la actual cabecilla del PRO fue haber añadido a esta trama un nuevo actor, cabe destacar otros no tan expuestos a los radares de la opinión pública: empresas de turismo, concesionarias de autos, inmobiliarias y financieras de dudosa legalidad, todas abocadas a introducir en el circuito legal las ganancias del narcomenudeo.

En tal escenario, mientras los jefes de los cárteles tratan de controlar el negocio desde la cárcel, sus segundas líneas se disputan el reacomodamiento territorial a tiro limpio. De ello es fruto el tendal de cadáveres que ahora tanto sorprende a ciertos medios. Y también a la señora Bullrich. Por su parte, la gestión de Sain –que ya descabezó la cúpula de la policía local– es, en medio de aquellas circunstancias, un desafío bajo el fuego cruzado. «