El gobernador electo de Río de Janeiro, Wilson Witzel, es un tipo que dispara hasta con las palabras. Y –según los actuales estándares de la política– dio en el blanco al decir: «Lo correcto es matar al delincuente. Y la policía hará lo correcto: apuntar a la cabeza y ¡fuego!”.

¿Acaso acababa de importar a Brasil la «doctrina Chocobar», atribuida a nuestra insigne Patricia Bullrich? Aunque parezca un chiste, esa interpretación es la que por estos días esgrimen, con indisimulable orgullo, los colaboradores más cercanos de la ministra.

De hecho, la frase del carioca fue pronunciada poco después de que ella argumentara por enésima vez que el uniformado de tal apellido «actuó así para defender a la gente». Se refería al fusilamiento de un sujeto que huía. O sea, su aporte teórico al asunto fue convertir una «ejecución extrajudicial» en un acto «defensivo». Y remató semejante resignificación al agasajar en su despacho a Carla Céspedes, la agente de la Policía de la Ciudad absuelta en un juicio oral por haber liquidado a otro ladronzuelo en fuga.

También es posible que Witzel la haya visto por televisión al salir de un restorán de Río Cuarto, ya entonada e impasible ante los cantitos de quienes la escrachaban. Una gran escena de la era macrista. Y fue entonces cuando soltó: «El que quiera estar armado que ande armado; este es un país libre». La señora Bullrich extendía así su beneplácito hacia el campo de la «justicia por mano propia».

Sin embargo, lo cierto es que ella en el plano regional no es al respecto una formadora de tendencias sino un producto de laboratorio. Porque el actual fervor por el exterminio de habitantes «indeseables», ya sea en manos estatales o civiles, es un signo de la época. Y en el que se desliza lo adelantado por la Escuela de Guerra de los EE UU sobre cómo se desarrollarán los conflictos bélicos de un futuro (Solari dixit) que ya llegó: «La guerra estará en las calles, en las alcantarillas, en los rascacielos y en las casas expandidas que forman las ciudades arruinadas del mundo».

En dicho contexto, la gestión de Bullrich –debidamente alineada a la doctrina  estadounidense de las «Nuevas Amenazas»– garantiza la voluntad de la CIA, la DEA y el FBI por esparcir su estrategia global contra el terrorismo y el narcotráfico. «Ningún país por sí mismo puede hacer frente a los peligros multifacéticos y solapados que presenta el siglo XXI», es el mantra predilecto de los funcionarios del Departamento de Estado.

Sólo que aquí tamaño propósito suele chocar con un obstáculo notable: el carácter mafioso de todas las fuerzas de seguridad. Un problemita que –a tal fin– las convierte en una herramienta envenenada. Una especie de presente griego. La vidriosa relación de tales agencias con sus autoridades políticas así lo atestigua. Y en este punto, justamente, cobra sentido la existencia de civiles armados entre la parte «sana» de la población.

Argentina ha sido en todos esos sentidos un territorio experimental.

En términos numéricos, desde el comienzo de la era democrática hasta fines de 2015 hubo 4737 asesinados por fuerzas de seguridad; es decir, un promedio de aproximadamente 152 víctimas anuales. Del total, 2653 murieron en casos de «gatillo fácil» y 2084, en situaciones de cautiverio, mientras que otros 73 fueron matados durante movilizaciones y protestas.

Pero bajo el régimen de Macri el conteo creció de modo exponencial: 725 víctimas entre comienzos de 2016 y fines de 2017. O sea, 362 víctimas por año, lo cual establece una muerte cada 23 horas, según cifras coincidentes de la Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional (Correpi) y el Centro de Estudios Legales y Sociales (Cels).

De dicha cifra global, el 40% (144 casos anuales) murió en cautiverio y 44% (160 casos anuales) bajo la ley del «gatillo fácil». Y con una frecuencia de un fusilado cada dos días.

En materia de «justicia por mano propia», los casos –según estadísticas judiciales– suman en la Capital y el Conourbano unas 15 muertes de supuestos malvivientes durante el último bimestre. Una cada 96 horas. Desde luego que a esa cifra habría que añadir la de los rateros fallecidos en linchamientos, pero sobre tales casos no hay conteos precisos.

A modo de contrapartida, el 77% de los homicidios en ocasión de robo se produce debido a la resistencia armada de la víctima. Una profusa fuente de suicidios involuntarios.

«El que quiera estar armado que ande armado», repitió la ministra en Río Cuarto. Tal licencia incluye a uniformados en situación de franco.

Lástima que entonces nadie le haya recordado que, apenas un día antes, el prefecto Daniel Acosta, fuera de servicio y acompañado por la familia, mató a tiros por un entredicho de tránsito a un tal Damián Cutrera, acompañado por la esposa y dos amigos.

Claro que esta historia tuvo un final feliz: luego de ser exculpado por la Justicia, Acosta acabó reincorporado por Prefectura. Y ahora presta servicios con el arma que tanta jaqueca le causó.

Pero esta grata noticia fue opacada por otra: en aquel mismo momento, una súbita discusión de la pareja formada por el suboficial Luis Carballo y la suboficial Jesica Gabriela Frizzio, ambos de la Policía de la Ciudad, terminó a balazos en la cabina de un vehículo. Ninguno sobrevivió. 

Los policías no siempre hacen «lo correcto». «