En los tiempos que corren ya no resulta original establecer paralelismos entre el mundo imaginado por George Orwell en su novela 1984 y ciertos sistemas políticos del siglo XXI. Claro que el gobierno de la alianza Cambiemos supo sumarse con entusiasmo a semejante generalidad. De hecho, Mauricio Macri es sin duda una criatura orwelliana, pero en clave de comedia; un Big Brother fallido, cuyos retorcidos ensayos de fisgoneo político y control social se han desbarrancado una y otra vez en el abismo del papelón.

Ahora está a centímetros de ser imputado –junto a los ex cabecillas de la Agencia Federal de Inteligencia (AFI), Gustavo Arribas y Silvia Majdalani–por el espionaje ilegal sobre los correos electrónicos de casi cien personas. Lo notable es que ese listado incluye a ex funcionarios, figuras políticas y hasta periodistas de su confianza, como la ex titular de la Oficina Anticorrupción, Laura Alonso; el ex jefe de la bancada del PRO en la Cámara Baja, Nicolás Massot; los aliados radicales Mario Negri, Ernesto Sanz y Angel Rozas; el ex embajador macrista en Uruguay Mario Barletta, y el animador televisivo Luis Majul, entre otros personajes.

El asunto –que saltó a la luz por una denuncia judicial efectuada por la actual interventora de la AFI, Cristina Caamaño– causó un silencioso estupor en tal segmento de “vigilados”, cuando en realidad la manía persecutoria del ex presidente hacia su tropa, saciada siempre con operaciones de inteligencia, se remonta a la noche de los tiempos.

En este punto bien vale retroceder al ya lejano invierno de 2008. Por aquel entonces su incipiente gestión al frente del Gobierno de la Ciudad se vio sacudida por el affaire de las escuchas telefónicas: un número indeterminado de pinchaduras ilegales articuladas por el espía Ciro James mediante la excusa de causas apócrifas en ciertos juzgados misioneros. Aquel escándalo llevó a la cárcel al comisario, Jorge “Fino” Palacios, e incidió en los procesamientos del ministro de Educación porteño, Mariano Narodowsky (por contratar con fines de tapadera a James), y del propio Macri (como jefe de esa asociación ilícita).

Cabe resaltar que entre las víctimas de la maniobra figuraba su cuñado, el mentalista Néstor Leonardo (pareja de Sandra Macri), y su ex esposa, Isabel Menditeguy. Pero las derivaciones del caso condujeron la pesquisa hasta la computadora del jefe de la Metropolitana, Osvaldo Chamorro; allí se hallaron evidencias de espionaje sobre tres referentes del PRO: el jefe de Gabinete, Horacio Rodríguez Larreta; el vicepresidente de la Legislatura porteña, Diego Santilli; y el integrante de la Comisión de Seguridad, Cristian Ritondo.

Macri salió bien librado de esta trama: el 22 de diciembre de 2015, ya instalado en la Rosada, fue bendecido con un oportuno sobreseimiento. Y en octubre de 2018 un fallo de la Cámara de Casación anuló el expediente.

Desde entonces nadie estuvo a salvo de su abarcativo radar.

De eso puede dar cuenta quien fuera director general de Aduanas, Juan José Gómez Centurión. Corría el 19 de agosto de 2016 cuando la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, lo denunció penalmente por presuntos actos de corrupción en base a un también presunto sobre entregado anónimamente con audios y datos de dudosa factura. En esa confabulación subyacía la señera figura de Daniel Angelici y algunos dirigentes vinculados al contrabando en la Aduana, junto a oscuros manejos de la AFI en aquel coto del Estado. Ahora se sabe que la orquestadora de la trama fue la señora Majdalani.

Todos actuaron con el aval de Macri, quien estaba entusiasmado con la idea de mostrar a la opinión pública una manzana podrida de su propio árbol, adelantándose a la prensa.  

Pero esa intención fue tomando un color indeseado para sus hacedores. Y al final Centurión fue repuesto en sus funciones.  

A su vez, el espionaje sobre Elisa Carrió en el otoño de 2017, durante su viaje “secreto” a Paraguay para tomar el té con el mayor Alejandro Camino, un antiguo carapintada que reside en Asunción, derivó en otro sainete.

El 17 de abril abordó en el mayor de los sigilos un vuelo de Aerolíneas hacia el vecino país. El motivo era enriquecer allí su investigación sobre el contrabando en la hidrovía del río Paraná. Un tema que le quitaba el apetito.

Tal propósito habría causado cierta alarma en el octavo piso del edificio de la AFI, donde Majdalani tenía su despacho, puesto que, al parecer, cierto funcionario del Poder Ejecutivo nacional no era ajeno a la operatoria delictiva. Allí se manejaban los datos de ese viaje antes, durante y después del mismo. Y Macri estuvo al tanto del seguimiento.

La vigilancia sobre Carrió estalló seis semanas después, incluso con una foto obtenida a hurtadillas por agentes durante su reunión con el militar en una confitería, y publicada el 24 de mayo en “exclusiva” por el diario Clarín. Ella entonces se mostró muy contrariada con Arribas. Sin embargo, después se desdijo: “Gustavo me explicó que en Paraguay me cuidaba alguien cercano a él”. Dijo esas palabras no sin un nerviosismo mal disimulado; así, al menos en el plano formal, se dio por satisfecha.

Todos estos hechos estaban sepultados en el olvido. Pero el caso de los correos electrónico los exhumó sin que Macri pudiera desplegar su paraguas protector del poder.

La semana pasada, cuando Caamaño hacía la denuncia correspondiente en Comodoro Py, los integrantes de la Comisión Bicameral de Seguimiento de los Organismos de Inteligencia analizaban el relato de un sicario arrepentido que, en 2018, fue contratado por agentes de la AFI para dejar una bomba sin detonador ante un edificio de la avenida Callao al 1200 con el propósito de asustar a uno de sus moradores. Este no era otro que José Luis Vila, el tercero en la escala jerárquica del Ministerio de Defensa durante la gestión de Oscar Aguad. Una embarazosa coincidencia.