El cierre de listas de ayer nos envió una señal de algo nuevo que podría estar cobrando forma en la política argentina. Es algo en ciernes, y por eso mismo no podemos saber aún si se trata de una cualidad definitiva. Hoy es sólo una tendencia que se asoma. Pero si se consolida, podríamos estar ante un cambio que nos obligará a descartar buena parte de la biblioteca con la que analizamos las elecciones nacionales y el proceso de gobierno.

Esto nuevo que apareció es que las lapiceras con las que se escriben las listas de diputados y senadores nacionales fueron predominantemente nacionales. En Juntos Somos el Cambio, la nueva denominación de la coalición que responde al presidente Macri, ya sabíamos que sería así. Al igual que en 2015 y 2017, en 2019 también hubo un comando central que decidió los principales candidatos al Congreso de la Nación. El mismo que sorprendió con la cooptación  de Miguel Pichetto. Las provincias se enteraron por los diarios de decisiones que se tomaban en la Capital.

Se pueden trazar algunos paralelismos con la nominación de Alberto Fernández: fue una sorpresa, provino desde la cúpula, y se trata de una figura nacional. Ninguno de los cuatro integrantes de las fórmulas de Todos y de Juntos viene de una gobernación.

La novedad de ayer es que, al menos en los distritos grandes, el mismo toque «por arriba» llegó a las listas para el Congreso Nacional del Frente de Todos. En Provincia y Ciudad de Buenos Aires, en Santa Fe y otros tantos distritos –la excepción fue Córdoba– los armadores del kirchnerismo decidieron la mayoría de los nombres. Los jefes políticos distritales decidieron los cargos locales pero no los nacionales. En el mejor de los casos, coordinaron con Máximo Kirchner u otros interlocutores la forma final de las boletas; en la Provincia, este poder se extendió hasta los municipios conurbanos.

Este dominio de la provincia nacional sobre la territorial, en lo que hace al Congreso al menos, derriba una de las principales «vacas sagradas» del análisis político. Durante años se analizó a la Argentina con la lente del federalismo democrático, cuya idea clave es que la política provincial ejerce su poder ante la Nación a través de sus representantes en Buenos Aires, que son los senadores y diputados nacionales. Como derivado de ello, el proceso de gobierno nacional era visto como una gran rosca entre la Rosada, el Congreso y los gobernadores. Dado que estos últimos tenían la lapicera y eran, en última instancia, los jefes de los legisladores, la política nacional (la Rosada) tenía que negociar los fondos, las leyes y los apoyos ahí. Ahora parece que vamos hacia otro modelo.

Este cambio en ciernes se insinuó con fuerza cuando Cristina Kirchner fue elegida senadora nacional, en 2017. Desde el Senado se armó un nuevo bloque con un conjunto de legisladores fieles a la ahora candidata a vicepresidenta. Y este bloque, que inicialmente era de ocho y desde entonces fue creciendo, se caracterizaba porque sus integrantes ya no respondían a sus jefes provinciales –si es que alguna vez lo habían hecho– y reconocían que había una jefa superior. Desde ese momento, los senadores «cristinistas» perdían nexo con sus territorios, y se convertían en integrantes del proyecto nacional del kirchnerismo. Porque la expresidenta no es una dirigente territorial: es una figura política nacional. Al igual que Mauricio Macri.

En ese sentido, lo que confirmamos es que el Instituto Patria a veces opinó sobre cómo deberían ser las candidaturas provinciales (gobernadores, legisladores, intendentes) pero siempre participó de la nominación de los nombres de las listas a senadores y diputados nacionales. Importaron más las bancas legislativas que las sillas de gobernaciones. En este contexto, la «boleta corta» no fue otra cosa que la decisión provincial de nombrar a sus propios candidatos, más allá de si sus gobernadores apoyasen o no a la fórmula Fernández-Fernández.

Una de las consecuencias de esto es que el Congreso que viene será más nacional y menos provincial. Y que Cristina, si gana las elecciones y se convierte en Vicepresidenta, será también la jefa política de una porción determinante de los legisladores nacionales. Una suerte de cabeza de un Congreso que podría convertirse en un poder en sí mismo. Más allá de la Rosada y de los gobernadores. «