A una semana de las PASO presidenciales, si se gira la cabeza y se mira hacia atrás, hay un dato político central que se modificó profundamente al comparar este momento con lo que ocurría cuatro años atrás, en las Primarias de 2015: el escenario político dejó de tener tres fuerzas predominantes y volvió a organizarse en dos polos que concentran la gran mayoría del electorado. La comparación con el fuerte bipartidismo que marcó el retorno de la democracia en 1983 es válido, aunque el contexto es incomparable y las ideas que representa cada bloque político también.

El escenario de tres fuerzas no era, ciertamente, demasiado viejo. No puede ubicarse su origen en las elecciones de 2003. Allí hubo seis candidatos, tres de origen peronista (Néstor Kirchner, Carlos Menem y Adolfo Rodríguez Saá) y tres de origen no peronista (Elisa Carrió, Ricardo López Murphy y Leopoldo Moreau, que hoy es diputado de por Unidad Ciudadana). En la presidencial siguiente, la de 2007, tampoco puede hablarse de una mesa de tres patas. El peronismo, con la candidatura de Cristina Fernández, cosechó casi el 46% de las preferencias y el voto opositor se dividió en partes relativamente parejas entre Roberto Lavagna, que impulsado por la UCR sacó 17 puntos, y Carrió, que logró 22, con lo que era imposible hablar de una triada.

Fue en la contienda de medio término siguiente, la de 2009, cuando surgió el mapa de tres fuerzas relativamente potentes, especialmente en la provincia de Buenos Aires, que por su volumen nacionalizó la tendencia. En ese proceso se ve con claridad cuál es el factor central para que exista ese mapa político, la división del peronismo bonaerense. Hubo un sector importante del PJ que se sumó al armado de Francisco de Narváez en Provincia. Las otras patas eran el entonces Frente para la Victoria y el Frente Cívico y Social, que reunía a la mayoría de las fuerzas no peronistas con eje central en el radicalismo, que en ese momento parecía comenzar a recuperarse de la crisis en que lo había sumergido el traumático final del gobierno de la Alianza. Luego, se sabe, el derrotero radical culminó en Cambiemos, con el PRO como fuerza hegemónica.

El escenario de tercios se diluyó en 2011 ante el tsunami de los votos que reeligió a CFK. Y retornó en 2013, otra vez de la mano de una fuerte división del PJ bonaerense, en este caso con Sergio Massa como líder del Frente Renovador, que se imaginaba con sucesor de CFK reuniendo electorado opositor y una parte del voto krichnerista.

En 2015 volvió a tener vigor la mesa de tres patas. Massa quebró todos los manuales de los analistas políticos, que sostenían que su caudal electoral se diluiría después de las Primarias al quedar claro que no tenía chances de ganar la elección. No fue así. El tigrense se paró sobre sus 20 puntos y los preservó en la primera vuelta de octubre. Sin embargo, en 2017, luego de las PASO, comenzó el retroceso de la Argentina de los tercios. La alianza de Massa con Margarita Stolbizer cosechó sólo el 12% en las generales de octubre (2017). El caudal de la tercera vía se redujo a los niveles clásicos de las terceras fuerzas en el bipartidismo argentino, una cifra que ronda los 10 puntos. Aproximadamente eso obtuvo la Ucedé, 7%, en la elección de 1989, y Domingo Felipe Cavallo, 10%, en las del ’99. Esta no es una comparación ideológica sino de caudales electorales y tratando de describir en qué momento puede hablarse de tres fuerzas dominantes.  

El repaso deja claro un elemento que se señaló más arriba, el mapa de tercios existe mientras haya una fuerte división en el peronismo de la provincia de Buenos Aires. Cuando ese elemento desaparece, el magma de las fuerzas políticas se acomoda en un clivaje de dos polos y con un antagonismo más marcado.

Las 72 horas clave

En un cálculo aproximado, la mayoría de los analistas coincide en que uno de cada cinco argentinos decide su voto en la última semana o incluso en el cuarto oscuro. «Es una cifra mayor a la que se da de otros países», le dijo a Tiempo el sociólogo Carlos De Angelis. 

Este universo de electores tiene una relación muy distante con el proceso político. En los países en los que el voto no es obligatorio se lo ve con mayor claridad ya que simplemente no van a las urnas. En Estados Unidos, por ejemplo, los niveles de participación promedio siempre oscilan entre el 50 y el 60%, mientras que en la Argentina su ubica del 70 al 80 por ciento. 

Estos votantes que se definen sobre el final son los que especialmente apuntan las campañas electorales. Un mensaje bien construido, una publicidad atractiva, una brisa de viento puede empujar la voluntad hacia un lugar y no hacia el otro. Para el segmento de la sociedad que vivencia la política de un modo más apasionado, que percibe que allí se juega buena parte de su destino, puede ser difícil de aceptar que alguien defina su posición por un spot, pero ocurre.

Es por esto que los tres días que quedan por delante antes de la veda definitiva del jueves 8 de agosto son centrales. Y algunos de los mensajes que circulan dan cuenta de esto. El gobierno ha puesto toda la carne al asador para impulsar a su potencial base electoral a votar. Las experiencias de 2015 y 2017 mostraron que el triunfo de Cambiemos se apalancó en los electores que no participaron de las PASO y sí lo hicieron en la general. ¿Esto quiere decir que este sector volátil se inclinará mayoritariamente por lo mismo que hace dos años? Nadie lo sabe porque son los habitantes de la «corriente silenciosa» que no contesta las encuestas, como se describió en la nota «Una radiografía de los indecisos», publicada por Tiempo en su último número. La idea de que su rasgo despolitizado los hace naturalmente más cercanos al macrismo es un atajo analítico que no contempla que muchos de esos electores explican el 54% que obtuvo CFK en 2011. 

Una radiografía de los indecisos, la pieza que define las PASO 2019

En el caso de Alberto Fernández, su apuesta está enfocada en impulsar el debate sobre la situación económica, algo que el gobierno ha tratado de evitar a toda costa por el fracaso de sus políticas. La propuesta de aumentar un 20% a los jubilados al día siguiente de asumir si gana la elección caló hondo y logró instalar el tema.

Roberto Lavagna ha clarificado su mensaje en su último spot. Convoca a votar «al que más sabe». Eso profundiza su apuesta al recuerdo de su rol como ministro de Economía luego de la crisis de 2001. Es un elemento que lo acerca a ciertos votantes pero lo aleja de los más jóvenes que no tienen una memoria tan vívida de aquel tiempo. 

Los electores de la recta final son el misterio y el lugar del que pueden venir las sorpresas. Allí apuntan todos los candidatos en estas 72 horas clave. Se trata de acertar, que a veces consiste en evitar errores. «

Instructivo para analizar las primarias

Cerrada la elección, la principal dificultad que afronta el votante sentado frente al televisor es contar con herramientas que le permitan decodificar, sin intermediaciones, lo que arrojarán en las horas sucesivas las pantallas.

Por tratarse de una instancia en la que los resultados no arrojarán ganadores, las variables que cuentan a la hora de decodificar esas cifras son múltiples. La cantidad de votos acumulados por cada candidato aparece como un dato central, y sin embargo, no define por sí sola la elección. La lista de variables es más extensa. A saber:

-El porcentaje: la Constitución establece que para ganar en primera vuelta una elección presidencial se necesita obtener más del 45% de los votos, independientemente de cuánto consiga el segundo. Si esa meta no se logra, la alternativa es que el candidato más votado obtenga una diferencia de más de 10 puntos respecto de su principal adversario. Si ninguna de esas dos variables se produce, habrá segunda vuelta. Si bien el 11 de agosto no se define la elección sino una interna abierta, la paridad que algunas encuestas les otorgan a las dos principales fórmulas pone el «45%» en el centro de la escena. Si Alberto Fernández o Mauricio Macri se acercan a ese porcentaje –o marcan distancias mayores a los 10 puntos– tendrán motivos para celebrar.

Los porcentajes permitirá ratificar o no la sensación de que el electorado argentino se divide en tres tercios. 

-Participación: es un elemento que pesaba poco antes de que existieran las PASO, pero las elecciones de 2015 demostraron que en las Primarias asiste menos gente a votar. En aquella oportunidad, Cambiemos sumó entre la PASO y octubre un millón de votos de electores que no habían participado en la interna abierta y revirtió el resultado adverso original. Por lo general, se considera que el ausente es un votante desinteresado o desencantado con la política, de manera que ese dato resultará clave en caso de que la asistencia a las urnas el 11 de agosto sea menor. De ahí que la campaña del oficialismo apunte a asegurar la mayor cantidad de votantes en esta elección.

-Fuera de juego: si bien las consultoras presentaron esta elección muy polarizada entre las dos fuerzas mayoritarias, el límite del 1,5% de los votos necesarios para seguir en carrera hacia el 27 de octubre que impone la ley dejará fuera de juego a varias fuerzas menores. Aunque esos porcentajes parezcan insignificantes, según hacia dónde se orienten mayoritariamente cobrarán importancia en un escenario donde cada voto cuenta.

-Voto blanco e impugnado: en el primer caso, se trata de votos válidos pero que a la hora de contabilizar resultados no son incluidos en el total de sufragios sobre los que se calcula el porcentaje de cada candidato. Es el voto que no contiene ninguna boleta en el interior del sobre, o cualquier papel que no tenga que ver con la elección. Por lo tanto, al no ser considerados, elevan el porcentaje de sufragios y tienden a favorecer a quien sale mejor parado. Los impugnados o nulos directamente no tienen validez. «