Una persona está sentada en un sillón derruido frente a un televisor que hace días no se apaga. El día transcurre en una situación estática. A un costado del televisor hay una ventana por la que se ve el cielo, que va cambiando de colores, mostrando el paso de las horas, hasta que llega la noche.

Pasan los días y los horarios que organizan las rutinas dejan de existir. Y la persona en algún momento se duerme sentada en el sillón, con un pijama que jamás se cambia. Vive sin esperar la llegada de un momento, se derrite como una vela encendida.

La pandemia, entre tantas cosas, trajo consigo una apatía que se diseminó. Fue como una niebla que ingresaba en la ciudad, metiéndose por las calles, las ventanas de las  casas y departamentos. Se introdujo en miles de personas. Ciclos de contagios, de fallecidos, de nuevas cepas. Todo girando alrededor de lograr no infectarse y decenas de miles que no lo consiguieron y murieron.

La pandemia no es como a guerra. En la guerra está la opción de ofrecerse para ir al frente de batalla, aunque sea para ayudar cargando las municiones en la espalda. En la guerra se puede tomar una posición activa peleando por la paz. La pandemia se batalla desde la quietud. La apatía parece inevitable.

Los efectos sociales, en la Argentina y todo el mundo, son cruentos. No hay forma de que la economía se derrumbe como ocurrió en 2020 y no crezcan el desempleo y la pobreza. Quietud, desempleo, pobreza, el virus que muta, infecta, mata.

La apatía política aparece en las encuestas con el síntoma de la falta de ganas de ir a votar. Hace muchos años que las encuestas no son un elemento en el que se pueda confiar del todo, por lo que no debería tomarse como una verdad inconmovible, pero son una señal.

¿Por qué habría tanto desgano en una parte de la población? Uno de los motivos posibles es que haya sectores que sientan que más allá de lo que voten nada cambiará. Era parcialmente lo que ocurría antes del estallido social de diciembre de 2001. Aunque no fuese elaborado con estos términos, el neoliberalismo aparecía como un destino inevitable más allá de quién ganara. De la Rúa o el peronismo en su fase menemista terminaron siendo agentes de lo mismo. Todo terminó en un estallido social desgarrador. Las urnas no servían para canalizar una alternativa. ¿Es esto lo que está pasando? ¿Hay una porción de la población que percibe que el Frente de Todos y el macrismo no implican una diferencia sustancial?

Es probable que ocurra en un segmento. La pandemia trabó la posibilidad de reactivación del mercado interno, que en la visión del gobierno es el motor para mejorar el empleo y el poder adquisitivo de los salarios. Las medidas de restricción fueron, finalmente, una restricción también a la actividad económica y varios rubros que la dinamizan.

Se puede aventurar otra hipótesis. No es solo la dificultad del gobierno para comenzar con la recuperación de los ingresos. Es también la sensación de que la pandemia parece una historia sin fin. Las vacunas salvan miles de vidas pero no garantizan el final de esta película de terror. Y eso puede producir la misma apatía porque, gane quien gane, el Covid seguirá por un tiempo gobernando el mundo entero. El único modo de abrir la ventana, respirar, reencontrarse con una pulsión vital, es saber que aunque se estire un poco está es la recta final. Y que hay un día después.