Esta es la última semana de actividad proselitista antes de las PASO. Ninguna encuesta, de las que se conocen hasta ahora, tendrá el rigor y la contundencia de esa gran encuesta oficial, a padrón abierto, del domingo 13. Y, aunque la elección que vale para la nueva integración parlamentaria es en octubre, es innegable que todos los espacios políticos están muy pendientes del resultado que arroje este ensayo general de opinión en las urnas.

El oficialismo enfrenta así su primer examen de verdad. Las elecciones de medio término siempre fueron eso: una instancia donde la sociedad le pone nota al rumbo de una gestión. Allí se sabe si avala o no lo que el gobierno hace o deja de hacer. Cualquier otra interpretación es subalterna, no desplaza a la esencial. La pregunta que el voto ciudadano debe responder es si hay una mayoría especial o una primera minoría, al menos, que decide acompañar al gobierno en la segunda –y última– parte de su mandato. O si, por el contrario, hay un mensaje de rechazo inapelable.

Cuenta el oficialismo con recursos casi infinitos para alzarse con una victoria: el manejo de los tres presupuestos más grandes del país, el apoyo de la más fenomenal concentración mediática de la que se tenga memoria, el respaldo de todos los grupos empresarios –nacionales y extranjeros– alineados con su modelo económico libremercadista, la plata dulce del crédito externo para disimular su déficit y la actuación despiadada de una justicia adicta que plantea una guerra de guerrillas en sede penal cada semana contra el principal espacio opositor y sus figuras.

En teoría, Cambiemos tiene la cancha inclinada a su favor. En un grado prácticamente irremontable para cualquiera que pretenda presentarle pelea. Tiene lo necesario para no necesitar absolutamente nada, pero adolece de algo primordial: algún éxito económico materializado que sea mensurable para las grandes mayorías sociales. Ese es su Talón de Aquiles. Y ya va para el segundo año, sin que sus políticas hayan generado algún bienestar evidente. Si gobernar es crear certidumbres positivas, habrá que decir que, lejos del discurso almibarado que sus funcionarios repiten como mantra y el trato con mano de seda de los medios oficialistas que anuncian «brotes verdes» donde lo único que se advierte es el rojo de las alarmas, la realidad de millones de argentinos es más amarga que hace 20 meses. Cómo podría traducirse en la votación tanto descalabro en la vida cotidiana, por lógica, no debería ser un enigma cerrado.

Por eso la estrategia de Cambiemos –enfocada en provincia de Buenos Aires, donde se disputan cuatro de cada diez votos nacionales–, está basada en dos premisas: asegurar su voto duro (en sustancia, la suma de los votos de derecha clásicos, más el voto antipolítico y el voto antiperonista) y fragmentar el voto opositor en la mayor cantidad de variantes que se pueda.

Mal diseño no es. Una mayoría opositora dividida en ofertas múltiples es funcional al espejismo que el oficialismo podría presentar el lunes 14 como resultado óptimo. Ser primera minoría, aun con techo bajo, es decir, del orden del 30%, es haber sacado más votos que el resto, aunque sea por separado.

No le resultaría tan bien si sale segundo –peor aun si, como se vaticina, es detrás de la lista de Cristina Kirchner–, aunque en Cambiemos tienen planes de contingencia para el caso: diluir los datos bonaerenses en el total país y forzar las interpretaciones que aíslen a la candidata de Unidad Ciudadana del resto del peronismo nacional. También la elección popular va a ordenar a la oposición. O a las distintas oposiciones paridas sobre la grieta kirchnerismo-antikirchnerismo que precedió al balotaje de 2015. La oposición peronista, con centralidad kirchnerista en provincia de Buenos Aires, está plantada como antagonista clara del plan de gobierno y quiere cosechar el voto propio sumado al voto castigo de los agredidos por la política económica. La oposición massista, mientras tanto, sigue trabajando sobre una supuesta «ancha avenida del medio», tratando de captar los votos que recelan del macrismo y del kirchnerismo. La Alianza 1 País tiene varios problemas: 1) la polarización de cara octubre si en las PASO gana Cristina Kirchner. La «ancha avenida el medio» podría mutar en «caminito que el tiempo ha borrado» si el domingo 13 la sociedad decide poner a la dupla Massa-Stolbizer en un tercer lugar, lejos de los principales contendientes; 2) el oportunismo táctico de su dirigente más conocido desdibujó la oferta de elecciones anteriores: hay diez distritos donde el massismo va como socio electoral del macrismo. ¿Cómo creerle sus críticas al modelo si, además, acompañó leyes fundamentales del oficialismo? No ayuda, tampoco, el rol que juega Stolbizer: aleja el voto peronista que supo estar con el Frente Renovador y sus intervenciones públicas apuntan más contra Cristina Kirchner que contra Macri; y 3) la impresión es que la sociedad usó al massismo en un contexto que no es el actual (2013) y desde entonces viene repensando si le sigue asignando algún papel como tercera fuerza con posibilidades o languidece como espacio político-emotivo de coyuntura.

Sin ninguna duda, pese a lo antedicho, Massa juega un papel importante en la estrategia del oficialismo. Su misión es la de retener votantes que, afectados por las políticas macristas, no decidan enojados emigrar hacia Unidad Ciudadana en señal de protesta. Es el mismo rol que juega Florencio Randazzo, aunque con bastante menos volumen e incidencia que Massa. Evitar, sobre todo, que los distanciados en los últimos años del kirchnerismo retornen al redil, después de haber experimentado en carne propia que había algo peor que «el cepo» y es el cepo a las tarifas, «la reelección» que nunca ocurrió, el Impuesto a las Ganancias que hoy paga más gente que antes o el problema de la inseguridad –aún irresuelto– ahora crudamente agravado.

El kirchnerismo, obvio, también se juega mucho el domingo que viene. El escrutinio va a mostrar cuál es el verdadero estado de la relación entre esa mujer interpelante, amada y odiada, que a nadie resulta indiferente, y la sociedad –en gran medida, la bonaerense– que en su momento la encumbró para que fuera dos veces presidenta. El diseño de campaña K logró su primer objetivo: Cristina no habla, no explica en demasía, sino que es hablada por millones de agredidos del modelo oficial que la eligen para que los represente. Es una gran oreja, cuya misión es escuchar, escuchar y otra vez escuchar. Contribuye a su potente centralidad la «cristinodependencia» de la estrategia macrista. Entre lo innominado y lo nominado en extremo, ella logra estar en medio de todos y, a la vez, en ningún lugar atacable convencionalmente. El nerviosismo gubernamental se traduce en destempladas invitaciones a la pelea de parte de María Eugenia Vidal y hasta el propio Macri, en clave de irritación, que la candidata de Unidad Ciudadana ignora.

En esta semana, millones de votantes estarán pensando su voto, en lo que configura una primera vuelta del examen a sus gobernantes que terminará de concretarse en octubre. Evaluarán los que apoyan a Macri las razones para seguir apoyándolo, en este escenario de malestar generalizado. Los que, por el contrario, estén convencidos de ponerle de verdad un freno a sus políticas, entre las cuentas por saldar con el kirchnerismo y la extrema urgencia de darle un mensaje indudable al presidente de la manera que más le duela. Aventurarse a dar un resultado por anticipado es tarea profesional de encuestadores. Resolver este dilema, asunto de la ciudadanía y del nivel de conciencia política por ella alcanzado en los últimos años. «