Víctor Hugo Morales es un periodista perseguido en democracia. Alzó su voz contra el mayor oligopolio de medios del país y, desde entonces, viene siendo víctima de una campaña de hostigamiento sin precedentes. Con su sueldo embargado por Clarín y el Partido Judicial, con un saga interminable de notas en los medios hegemónicos demonizando su figura, desde que asumió Cambiemos, además, ya fue despedido dos veces de sus trabajos. La razón es una: se ha instaurado nuevamente el delito de opinión en la Argentina. Lo que sucede con Víctor Hugo Morales es la prueba de este infame capítulo de la historia nacional, donde existen las listas negras de comunicadores críticos, y la censura abierta e indirecta es fomentada desde los principales despachos de la Casa Rosada. No son errores, es una política de disciplinamiento que busca atemorizar y acallar a las voces disidentes.

Nadie puede desconocer su trayectoria profesional, ni su capacidad de convocatoria. Medio al que va, medio que incrementa su audiencia. Libro que saca, se vende como pan caliente. Y, sin embargo, Clarín se ha ensañado tanto con él, porque no puede dejar pasar que un periodista haya desnudado sus prácticas mafiosas que mantienen en situación de vigilancia y potencial castigo a buena parte de la dirigencia política, judicial, sindical y empresarial. Demasiada verdad hay en las palabras de Víctor Hugo Morales para esta democracia de baja intensidad, con un Estado de Derecho amenazado desde el propio Estado y con la libertad de todos en riesgo permanente.

Por supuesto, el ataque a Víctor Hugo Morales ocurre en un contexto. El de mayor concentración comunicacional del que se tenga memoria. El de mayor concentración de poder en manos de un mismo signo político desde el retorno de la democracia. Con una inédita confluencia entre el poder económico y el político, con un aval electoral legitimante de oscuras decisiones, de fabulosas manipulaciones y de una violencia institucional que se aplica, sin miramientos, contra los que piensan distinto a los administradores eventuales de la cosa pública.

La fragilidad de las libertades públicas no es de carácter meteorológico. Es la consecuencia de un gobierno intolerante que no quiere convivir con miradas cuestionadoras. Que asume como parte indelegable de su tarea la represión de las voces que le disgustan. Cuenta para eso con un impresionante blindaje mediático, que naturaliza lo abyecto hasta lo inconcebible. Y que produce un efecto anestesiante en las conciencias ciudadanas, capturadas por el desinterés, cuando no por la indiferencia ante semejantes atropellos.

Según el gobierno, debería ser el mercado el único reaseguro de la libertad de expresión. Falacia repetida en cuanto pasillo de ministerio se recorra. Pero cuando el mercado tuvo su custodia, las empresas periodísticas de este país silenciaron un genocidio. Es el Estado el que debe regular y proteger un derecho humano elemental, como el de acceder a información provista desde las diversas opiniones plurales que componen la sociedad. ¿Qué sucede cuando el Estado no quiere hacerse cargo de sus deberes? Lo que pasó con Víctor Hugo Morales, víctima de una empresario amigo de Mauricio Macri comprador de los medios del Grupo Indalo, intervención mercantil que no lesiona sólo su libertad de trabajo, también impide a sus audiencias el ejercicio de su propia libertad para informarse.

No puede naturalizarse el despido o la censura de los periodistas críticos. Porque, además, se da a la vez tanto en los medios públicos como en los privados. Hace un mes, también en C5N, fue Roberto Navarro, en los dos años desde la asunción de Macri, la lista se completa con todos los hacedores de la exitosa programación de la vieja Radio Nacional, los integrantes de 678, y los miles de periodistas-trabajadores de prensa que han sido echados, suspendidos o precarizados en todo este tiempo, producto del salvaje ajuste en el sector propiciado por los actuales funcionarios. Es un paisaje absolutamente desolador, que favorece también la autocensura.

Párrafo aparte merece el silencio cómplice o, incluso, la justificación de estos procedimientos de parte de periodistas colonizados moralmente por los accionistas que los emplean. Avergüenzan. No tanto por la sumisión destinada a conservar sus trabajos, sino por el empeño que ponen en indultar a los editores que ofician de verdugos de la Casa Rosada. Cada voz que se acalla es un centímetro menos de la libertad de todos; aunque no lo parezca, también la de los comunicadores oficialistas, más tarde o más temprano.

Víctor Hugo Morales no merece nada de lo que le pasa. Como tampoco merece la Argentina que las opiniones de un comunicador se castiguen con el despido, la lista negra o la lapidación pública alentada desde las usinas de Cambiemos. La libertad de vivir sin miedo a ser castigado por la ideología profesada es una premisa básica de la convivencia en democracia.

El gobierno traspasa todos los días un nuevo límite. Y así como nos obliga a vivir hoy bajo un cerrado apagón informativo, mañana estará tentado a creer que aquello que no está, no existe, es decir, que ha desaparecido solo, y que quizá hasta se haya fugado clandestinamente hacia algún país europeo, con sus mentiras fanáticas bajo el brazo. Con el despido de Víctor Hugo Morales, estamos todavía lejos de ese escenario totalitario casi irreversible, pero mucho más cerca que ayer. Eso debería preocupar a todos, ahora. En el futuro va a ser tarde.

Como parte de la solidaridad cosechada en estas horas por Víctor Hugo Morales, periodistas, comunicadores, académicos, militantes de los Derechos Humanos y artistas se manifestarán el martes 21, en la Pirámide de Mayo, a las 12 horas. Porque el objetivo de la censura es anular voces y meter miedo, y la mejor manera de resistir es reunirse y repudiar a viva voz lo que está pasando. «