La Franja del Sahel, conocida como “el cinturón del hambre”, es una región del continente africano de unos 4.000.000 de km² que abarca el sur de Mauritania, Senegal, Malí, Burkina Faso, Níger, norte de Nigeria, Camerún, Chad, Sudán y Eritrea. En el Sahel mueren anualmente millones de seres humanos por la escasez de alimentos, cifras que se multiplican hasta el horror en los años de sequía. Entre 1968 y 1972 la mortandad fue enorme a causa de lo que se consideró la peor sequía del siglo XX, que alcanzó a la India y al norte de Brasil. La crisis alimentaria fue tal que la FAO (Organización para la Alimentación y la Agricultura) llamó en 1974 a una conferencia en Roma para buscar respuestas al flagelo. Convocó entonces al meteorólogo argentino Rolando García, un científico interdisciplinario de prestigio internacional, para que estudie los factores climáticos que produjeron una sequía de tal duración y magnitud, analice las posibilidades de que se repita y si era posible preverla.

Rolando García, que había sido decano de la  Facultad de Ciencias Exactas de la UBA y emigró en 1966, después de la Noche de los Bastones Largos del dictador Juan Carlos Onganía, abordó el encargo de la FAO con un equipo interdisciplinario que estudió el contexto de todas las sequías del siglo en esa región. Descubrió que, desde el punto de vista climático, la del 68 no había sido mucho peor que otras, y que, más que el clima, lo que había cambiado drásticamente después de la colonización francesa era la situación política, económica y  social. Así, el floreciente comercio regional en el Sahara había sido desplazado por la canalización de la producción agrícola y minera hacia el puerto de Dakar, y de ahí a las potencias coloniales europeas. Ese sistema llegó para quedarse incluso después de la independencia de las colonias africanas. La conclusión de la investigación fue que la escasez de alimentos y las terribles hambrunas no eran causadas solo por las sequías, que previo a la colonización las tribus contrarrestaban migrando de una zona a otra según las estaciones, sino que las crisis alimentarias eran producto de la interacción del suelo, el clima, la tecnología, las formaciones sociales que los explotan, el sistema político que regula los procesos productivos y los sistemas  económicos en que están insertos esos factores. Rolando García resumió su diagnóstico en una frase que ha sido recordada en estos días de pandemia: “La causa de la hambruna no era la sequía sino la vulnerabilidad del sistema”.

La soberanía alimentaria

Años después surgiría el concepto de soberanía alimentaria, de estrecha relación con el informe Sahel, que fue incorporado por la organización Vía Campesina en la Cumbre Mundial de la Alimentación convocada por la FAO en Roma en 1996. La propuesta abarca un conjunto de políticas referidas “no sólo a localizar el control de la producción y de los mercados sino también a promover el derecho a la alimentación, el acceso y el control de los pueblos a la tierra, el agua, y los recursos genéticos, y a la promoción de un uso ambientalmente sostenible de la producción”. La soberanía alimentaria ha cobrado en estos días una repentina resonancia, con adhesiones  y rechazos apasionados, crecida al amparo del proyecto de expropiación del conglomerado agrícola e industrial Vicentin, que el gobierno del Frente de Todos someterá al Congreso. Aunque la soberanía alimentaria es una propuesta estratégica que, en su integridad, solo es realizable en el marco de cambios fundamentales en la propiedad y el uso de los recursos naturales, como la tierra y el agua, su sola mención vinculada a la crisis económica de Vicentin causa espanto entre quienes ven en ella una ola de expropiaciones en marcha, espantajo alimentado por los grandes medios de prensa, principalmente La Nación y Clarín, que constituyen el aparato de agitación y propaganda de las cámaras patronales, el establisment  financiero extranjerizado y la derecha política.

En rigor, lo que se teme es que, con un lugar dominante en un clúster agrícola del porte y la importancia  de Vicentin, el Estado ejerza un importante grado de control sobre el sector más relevante de la economía nacional en términos de tecnología, producción y exportación, hasta hoy bajo completo dominio de un puñado de empresas mayoritariamente extranjeras que dominan el comercio agrícola mundial. La opacidad de sus negocios es ya una tradición desde los primeros frigoríficos ingleses que exportaban carnes enfriadas a fines del siglo XVIII. El control de la cadena agrícola les permite manipular a su antojo los precios internos de los alimentos, la intervención hostil y la especulación en el mercado de cambios y, sobre todo, la evasión fiscal y la sangría que es la fuga de divisas a los paraísos fiscales. El sector hegemónico de la agroindustria no escapa sino que es parte fundamental de la característica principal del capitalismo argentino integrado al circuito financiero mundial: la rapiña y la depredación sistemática del excedente económico que deviene del trabajo y la producción nacional. Son verdaderas mafias, cuyos métodos, con ser distintos a los de los carteles que muestran las series televisivas, tienen consecuencias aún más dañinas para sociedades y países. En estos días, algunos medios revelaron que Sergio Nardelli, el CEO de Vicentin que se entrevistó con Alberto Fernández, pidió que no investiguen judicialmente a las familias Padoán y la suya. Los Nardelli son los principales accionistas de la empresa. “Cualquier cosa menos ir en cana”, habría dicho el ejecutivo.

La complicidad del macrismo

La trayectoria de Vicentin es ejemplo de una financiarización que culmina en el fraude y la estafa. Nacida hace 90 años en la ciudad de Avellaneda, al norte de Santa Fe, como un honesto almacén de ramos generales de los hermanos Vicentín, fue creciendo hasta llegar a ser la  mayor productora de biodiesel del país y ubicarse entre los diez principales exportadores, con el quinto lugar en el mercado de oleaginosas y aceites. Sus negocios abarcan las provincias de Santa Fe, Córdoba y Buenos Aires. Se extienden a Uruguay y Paraguay. En esa larga trayectoria Vicentin tuvo hitos muy significativos, como los créditos obtenidos en tiempos de Videla y, en esa misma época, la represión con cárcel y tortura a los representantes gremiales de sus empresas, hasta culminar con la íntima asociación con el gobierno de Mauricio Macri, cuando dio un salto exportador que en 2019 alcanzó 2,6 millones de toneladas de granos y 1,4 millones de toneladas de aceites. Los generosos aportes de Vicentin a las campañas electorales de Cambiemos tuvieron un retorno fabuloso, con préstamos del Banco Nación por 150 millones de dólares, lo que elevó la deuda con esa entidad a los actuales 300 millones. Cuando el grupo empresario ya estaba en default y Macri recogía sus pertenencias de la Casa Rosada, el presidente del Central,  Javier González Fraga, le concedió 28 créditos por 90 millones de dólares adicionales, que nadie sabe dónde fueron a parar porque Vicentin no le pagó a ninguno de los 2.600 acreedores, que son productores, acopiadores y cooperativas de la región, entre ellos 1.800 proveedores de granos, cuya cosecha fue entregada y procesada por la empresa.

El proyecto de expropiación para evitar su desguace y la venta de sus rubros más rentables a alguna de las grandes compañías internacionales del sector, despertó la ira y la desesperación de los grandes corporaciones y sus agrupaciones patronales, como la Asociación Empresaria Argentina (AEA) y el Foro de Convergencia Empresarial, que han expresado su enérgico rechazo con los consabidos argumentos de que el proyecto de expropiación atropella la propiedad privada, la Constitución y las leyes, vulnera la seguridad jurídica, espanta las inversiones, interfiere en el libre funcionamiento de los mercados y pone en riesgo la negociación de la deuda pública.

Inmediatamente, la derecha aprovechó la morosidad oficial y su timidez para explicar la medida y articular las fuerzas sociales y económicas favorecidas por una intervención que evitaría el pagadiós inminente y seguro, y puso en marcha un operativo que incluyó los caceroleos en la CABA, Córdoba y Santa Fe, magnificados por la prensa al igual que las protestas y bocinazos en la ciudad de Avellaneda, mientras las fracciones del PRO deponen sus rivalidades para enfrentar unidos al gobierno, al igual que los radicales de Juntos por el Cambio, en píe de guerra para rechazar en el Parlamento el proyecto de expropiación. La resistencia incluye, como es obvio, a La Nación y Clarín, con algunos de sus analistas, como Carlos Pagni, devenidos correveidiles de la iracundia patronal, que se preguntan si una Vicentin con participación estatal e integrada por cooperativas y trabajadores del sector podrá pagar los salarios y las acreencias de los 2.600 productores estafados por la empresa.

Entretanto, hay un gran sector de la opinión pública que, absorbido por la catástrofe de la pandemia, no comprende ni se propone indagar las razones de la expropiación, otro que la rechaza y un tercero que la apoya y la saluda como una iniciativa que marcaría una nueva etapa, cuyo signo sería el saneamiento de la economía nacional en busca de una mejor y más justa distribución de la riqueza y el ingreso.