Daniel Link, escritor y profesor universitario, es también editor de gran parte de la obra de Rodolfo Walsh y un nombre insoslayable a la hora de referirse al autor de Operación Masacre. 

Puede decirse, además, que es un lector privilegiado en la medida en que mantuvo un contacto íntimo con la producción dispersa de Walsh y con algún manuscrito con su «característica letra de maestra».

-¿Cómo fue la experiencia de ser editor de gran parte de la obra de Rodolfo Walsh?

-A mediados de los ’90 Juan Forn, que trabajaba por entonces en el grupo Planeta, me convocó para que editara la obra «desaparecida» de Rodolfo Walsh: sus crónicas periodísticas (dispersas en revistas de casi imposible rastreo) y su diario personal (del cual habían sido rescatados de los centros de detención clandestina apenas una parte). Creo que el primer trabajo de recopilación de notas para El violento oficio de escribir (y la decisión de su ordenamiento y catalogación) fue un buen trabajo, llevado adelante en parte gracias al tesón de Patricia Walsh. Revolvimos muchas bibliotecas, pero no conseguimos dar con todo lo que buscábamos (algunos materiales se agregaron en ediciones posteriores). En cuanto a Ese hombre y otros papeles personales, tuve que reconstruir dos cuentos («Adiós a La Habana» y «Ese hombre») y vérmelas con la forma de citar los nombres de personas vivas (sobre todo, no teniendo yo la autoridad, propia de los derechohabientes de esa obra, para tomar ninguna decisión personal sobre el asunto). Lo que yo no había entendido todavía es que la obra de un escritor (de un «escritor de verdad», como en este caso) nunca es palabra muerta: por eso es difícil (y peligroso) pretender apoderarse de la palabra de los escritores a los que amamos. Finalmente, pueden ser esas palabras -que nos consideramos con derecho a manipular- las que nos pongan en evidencia.

-¿Cree que el asesinato de Walsh sirvió para cristalizarlo en el lugar de quien se inmola y eso ha ensombrecido en parte de su producción literaria? Se lo pregunto porque usted dice en la segunda edición de Ese hombre y otros papeles personales: «Cuando edité el diario de Walsh cometí varios errores menores. Pero cometí, sobre todo, este: pensé que era más importante un tributo a la memoria (a la memoria de un gran editor muerto) que el sentimiento de los vivos. Pensé que la «literatura» era una cosa separada de «la vida».

-Había pensado justamente en ese párrafo. Creo que lo que yo quería decir es que Rodolfo Walsh es, además de un nombre propio que designa a un escritor, a un militante, a una obra y un modo de acción política, es una persona. Ninguna persona es ajena un sistema de relaciones personales (que, en algún sentido, permiten definir su lugar en el mundo). En relación con su diario, yo trabajé como si Rodolfo Walsh hubiera sido sencillamente un escritor que ponía nombres al acaso en sus papeles. Haber remplazado esos nombres por iniciales, en algunos casos, fue un abuso de poder y una manera de desvirtuar su lugar en el mundo. Por fortuna todo eso pudo resolverse en la segunda edición. La «cristalización» de una figura es casi inevitable, pero debemos empeñarnos en evitar los estereotipos y las figuras aplanadas. Después de todo, Walsh fue militante montonero solo seis años de su vida y hasta 1955 era claramente antiperonista. Me parece mucho más interesante analizar las circunvalaciones de un pensamiento y los modos en que se toman posiciones (o se aceptan las interpelaciones sociales, los «llamados», esa figura es muy poderosa en el caso de Walsh) que liquidar el asunto de «una vida» solo por cómo terminó.

-¿Existe un común denominador en su obra en la que confluyen diferentes géneros?

-Sí, creo que la experimentación sirve para nombrar la manera en que Walsh trabajaba: un camino cuya salida se desconoce. Y, por otro lado, la idea de la escritura puesta al servicio de la verdad (lo que los griegos llamaban parresía y, a quien la ejecutaba, un parresiasta). La «Carta…» es ejemplar en ese sentido. Si la retórica de la carta y la democracia se presuponen mutuamente, habría que decir que en su seno mismo anida la contradicción entre parresía (verdad enfáticamente subrayada) y retórica, entre adulación y verdad. De ahí también la posibilidad de pensar la democracia como un falso consenso urdido a partir de una retórica sin contenido verdadero y de la adulación de las masas como meras audiencias de los discursos soberanos. Pensar la democracia de esa manera justifica la posición del parresiasta y en algún sentido nos permitiría pensar la posición de Walsh como la de aquel que dice una verdad subjetivada, asumida como una ética. Una verdad que lo pone en riesgo porque lo expone ante el soberano y ante la prensa amordazada o cómplice. Walsh da testimonio de sí mismo (y, al hacerlo, se pone en riesgo, no porque quiera, sino porque no le queda más remedio): la exposición de sí y el testimonio como intervención intelectual. En la «Carta…» tenemos estos elementos que quedarán para siempre: la dictadura como la restauración del orden oligárquico, el terror planificado, el deseo de aniquilación y la fantasía de exterminio, pero además tenemos estos dos pedidos. A la Junta se le pide que medite, a los otros que continúen la lucha «bajo nuevas formas». Es decir, este que está escribiendo en un momento de profunda derrota moral, sin esperanza de ser escuchado, con la certeza de ser perseguido, fiel al compromiso de dar testimonio, se obliga por la dimensión de esa derrota a escribir cartas, es decir, se obliga a utilizar dispositivos de examen de conciencia, se obliga por lo tanto, a una conversión ética de sí mismo. 

-¿Qué es lo que más rescata de su literatura?

-Una determinada conciencia de la potencia de la literatura, es decir: la forma no es nada sino es una fuerza. Walsh puso todo su rigor formal al servicio de una causa que no es otra que la transformación de sí mismo y la soberanía sobre su propio destino. Eso se deja leer ya en sus cuentos más o menos autobiográficos, pero sobre todo en la zona más testimonial y periodística de su obra. ¿Para qué hablar con las personas si uno no es capaz de transformarse? 

-¿En qué medida Walsh ha logrado jerarquizar dos géneros que en un tiempo fueron considerados «menores» como lo son el periodismo escrito y el cuento? 

-Sobre la minoridad del cuento, en un país dominado por la sombra de Jorge Borges, no estoy tan seguro. En todo caso, además, Walsh sufrió la presión del medio para que escribiera una novela, cosa que lo tuvo en vilo toda su vida.

-Usted dice en un artículo citando a Piglia que el diario de Walsh se deja leer con la lógica de la adicción, que hay una tensión entre el deseo de abandonar la literatura y la imposibilidad de hacerlo. ¿El deseo de abandonarla podría significar que la consideraba una actividad opuesta o escasamente ligada a la acción política, a la militancia?

-La idea es de Ricardo Piglia, quien lamentablemente no está entre nosotros para ampliarla. Pero entiendo lo que quería decir: Walsh sabe que la «literatura» entendida como el resultado de una determinada configuración de fuerzas políticas, y como un arte relativamente «autónomo» estaba, en la época en la que él escribía, agonizando. Además, sus referentes en el mundo político le decían: «Escribís para los burgueses» (la vanguardia literaria es, efectivamente, una manera de dividir el público burgués). En ese contexto, es evidente que Walsh busca otra vía para esa enfermedad que yo suelo llamar «grafomanía». El periodismo, las investigaciones de denuncia, los partes de ANCLA y Cadena Informativa, en fin: todo aquello que tuviera un impacto más o menos evidente en el universo político.

-¿Qué tipo de ruptura implica el ’55 y la llamada «Revolución Libertadora» en la obra de Walsh?

-Hasta entonces Walsh era un escritor de cuentos policiales más o menos satisfecho de sí mismo. La revolución de Valle, que termina trágicamente con los fusilamientos de José Leon Suárez, le demuestran que su pasión por los códigos y los sistemas formales (criptografía incluida) debían ponerse al servicio de otra cosa y que no se puede ser antiperonista en un país que asesina ilegalmente (es decir, sin que mediara ningún tipo de ley que así lo autorizara) a militantes peronistas. 1956 es el encuentro de Walsh con su destino literario y político. «Hay un fusilado que vive», le dicen. «Yo quería ganar el Pulitzer», recordaría él años más tarde, refiriéndose a Operación masacre, un libro que comienza siendo una serie de notas publicadas en Revolución nacional entre enero y marzo de ese año: el embrión de un libro monstruoso (ese es su mérito mayor) que se va modificando edición tras edición. Durante 1957 escribe dos «obras» que considera mutuamente excluyentes: la segunda serie sobre los fusilamientos de José León Suárez, que publica en Mayoría, y las notas que sigue entregando a Leoplán y que firma muchas veces con el seudónimo Daniel Hernández, su alter ego de Variaciones en rojo. 

-¿Qué lugar ocupa Walsh en la literatura argentina?

-En los textos de Walsh, como en muy pocos otros, la literatura argentina vira. En Sarmiento se trataba de construir el Estado y la prosa argentina. La violencia (la violencia que Sarmiento atribuye a Rosas, pero también la violencia de Sarmiento), desmorona la sintaxis de Facundo. Así se empieza una literatura: la política no es tanto asunto de representación porque la política afecta directa e inmediatamente la prosa, los ritmos, los gestos y los tonos de la patria. En Echeverría se trataba de construir el Estado y la ficción argentina. La violencia que Echeverría atribuye a los federales, pero también la violencia que sobre el cuerpo de los argentinos ejerce el Estado que Echeverría piensa (y que desemboca, lógicamente, en las campañas de Roca) desmorona la ficción de El matadero. La prosa y la ficción argentina empiezan en un doble desmoronamiento provocado por la violencia y son esos los dos desmoronamientos que luego la mejor literatura argentina elige como fundamento de la novela. Pero, además el tono de la literatura argentina siempre intenta alcanzar el tono del Martín Fierro de José Hernández y aún, el de la gauchesca asesina de Ascasubi: los Lamborghini, Zelarayan, Copi, ciertas zonas de la prosa de Walsh. En Walsh persiste la tradición sanguinaria de la cultura argentina. Lo que hace Walsh es transformar los espacios de aparición de la violencia y por lo tanto, su relación con la política. Walsh se olvida de sí, de la literatura que hasta entonces ha venido haciendo, de la literatura institucionalizada y de su modo de operar, lo que se considera legítimo mecanismo de consagración, lo que se considera «elevado» en un orden clasificatorio: las genealogías prestigiosas, la separación entre géneros.Operación masacre representa ese momento (necesario para la existencia de algo así como «la literatura») en que lo literario se vuelve en su contra, incluyendo lo que al mismo tiempo excluye. Dicho de otro modo: Operación masacre demuestra, como pocos otros textos, que la literatura sobrevive solamente en un instante de peligro, es ese instante de peligro en el que todas las certezas se deshacen.

-Cree que el tipo de intelectual que encarna Walsh sería impensable en la sociedad argentina de hoy o en la realidad mundial de hoy?

-En países como el nuestro (es decir: países occidentales y con la conciencia devastada por el terror dictatorial) una figura como la de Walsh es, por el momento, impensable. 

-Walsh planteó también un modelo de periodismo y de periodista muy diferente al de hoy. No obstante eso, ¿cree que hay algún tipo de periodismo en este momento en que pueda ser reconocido algo de su legado?

-En cierto modo, Horacio Verbitsky es su heredero, por solo en lo que se refiere al carácter demostrativo de la prosa periodística. El trabajo narrativo de Walsh, sus investigaciones, no tienen puntos de comparación con lo que hoy se lee. Yo díria, por ejemplo, que sólo los grandes documentales de Werner Herzog y algunas piezas de Michael Moore alcanzan la estatura de lo que Walsh hacía. Que se trata de formatos audiovisuales, habla bien de una diferencia cualitativa en cuanto a los públicos y las audiencias.