El debate interno del Frente de Todos, especialmente entre el presidente y la vicepresidenta, ha ido ganando transparencia. La escuela pragmática del peronismo como partido de Estado y las coincidencias profundas que tienen Alberto y Cristina, lo han centrado en la forma de ejercer el poder.

En un foro académico podría considerarse un tema secundario. Sería  suficiente con las coincidencias sobre el rol del Estado y el modelo–a grandes rasgos–socioeconómico. En estos puntos centrales hay coincidencias entre AF y CFK. No es que uno de ellos piensa, como lo hace la derecha argentina, que la gran desgracia de este país es la fuerza que tienen sus sindicatos o la tradición igualitaria de la sociedad, comparada con el resto de la región.

La intensidad de la polémica nubla los profundos puntos de contacto de la dupla que ganó en 2019. Parece una disputa entre grandes antagonismos, cuando no lo es. La tradición futbolera que en Argentina también se aplica a la política a veces no ayuda. Rápidamente se calza una camiseta y después toda la energía se deposita en alentar, más que en reflexionar.

Son muchos los ejemplos en los que el estilo consensual logra resultados y lo mismo ocurre con una forma más beligerante. Para mencionar situaciones mucho más dramáticas de la historia humana que el presente argentino, y ahuyentar por un instante las pasiones locales, se pueden buscar ejemplos en Europa.

El debate entre Arthur  Chamberlain y Winston Churchill sobre la posición frente al nazismo. Ambos pertenecían al partido conservador inglés. Chamberlain–se sabe-creía que Inglaterra debía pactar Adolf Hitler, con el compromiso de que no invadiera el Reino Unido. Pensaba que el poderío militar alemán era demasiado superior y que la condición de isla que tenía Inglaterra la mantendría a salvo del proyecto imperial alemán. Churchill pensaba lo contrario: había que involucrarse en la guerra que se librara en la Europa continental. La Historia le dio la razón.

Un ejemplo al revés y pocos años después. Los Acuerdos de París, en abril de 1951, cuando Francia y Alemania consolidaron el pacto para producir y exportar juntos acero y carbón. Fue la piedra basal de la Unión Europea, firmada por dos países que habían guerreado de manera sangrienta entre ellos durante los primeros 50 años del siglo XX. Por más problemas que tenga hoy la UE, no es comparable la vida que pudo construir para sus habitantes luego de ese acuerdo con las décadas previas.    

El debate sobre  búsqueda del consenso o ejercer el poder del gobierno-que es sólo una parcela de poder-de un modo más impositivo no tiene una respuesta lineal. Y ningún presidente actúa de una misma forma todo el tiempo. Durante el primer año de la pandemia, el 2020, haber impulsado de modo consensuado las políticas de cuidado fue un gran acierto del gobierno nacional. Las medidas restrictivas, que de por sí eran impopulares, hubieran sido aún más difíciles de aplicar sin un consenso político lo más amplio posible. Ese mecanismo no pareciera tener resultados para avanzar en el control de inflación y la distribución del ingreso, que es la expectativa que hilvana de manera unánime a los votantes del FdT. No es una cuestión de estilos sino de resultados.

Si el consenso funcionara para lograr objetivos como declarar servicio público a la telefonía celular y el internet, ¿quién podría oponerse? En ese caso, el camino del acuerdo fue anulado por la principal empresa de telecomunicaciones de la Argentina, cuyo objetivo es globalizarse y competir con sus grandes rivales en el resto de la región. Para eso apuesta a tener un enorme excedente que sale de los bolsillos de los consumidores locales. Se suma que el Poder Judicial no funciona como espacio de desempate a favor de los ciudadanos sino del poder concentrado. Es el refugio final de los grandes privilegios. ¿Es posible construir así un consenso? ¿El poder económico y mediático de la Argentina cree en el consenso?

Todo se volvió más complejo con el resultado electoral del año pasado. La derecha, en el sentido más amplio, siente que tiene casi ganada la elección presidencial y no está dispuesta a ceder ni un centímetro.

Una sugerencia nacionalista para la continuación del debate: la birome es un invento autóctono. La creó Ladislao José Biro. Nació en Hungría en septiembre de 1899 y, cuando tenía 40 años, en 1940, migró a la Argentina. Biro había inventado la birome (o bolígrafo) antes de migrar, cuando ejercía de periodista. Se nacionalizó argentino y en aquel país que se industrializaba comenzó a fabricarla masivamente. ¿Y si en lugar de debatir cómo se usa la lapicera se discute el uso de la birome? Quién sabe, quizás aparezcan más coincidencias. «