A los 80 años murió el escritor y periodista argentino Rodolfo Rabanal

Por: Mónica López Ocón

Su muerte se produjo en Punta del Este, Uruguay, país en el que residía desde hacía tiempo y donde escribía alejado del marketing literario y de las pasarelas culturales.

“Mi vida es la escritura” dijo Rodolfo Rabanal en una entrevista realizada en la Argentina e 2014 cuando viajó desde Uruguay a la Argentina para presentar La vida escrita, un texto nacido a partir de sus múltiples libretas  en las que anotaba desde números telefónicos a ideas literarias.

Su afirmación no era una postura para los medios. Era cierta letra por letra. Si eligió Uruguay para vivir quizá se debió a que allí tuvo la paz necesaria para escribir alejado del mundillo literario y de las engañosas luces del marketing. Fue en ese  lugar que eligió para escribir sin flashes ni dictados de la moda donde falleció esta madrugada, a los 80 años, como consecuencia de un cáncer de páncreas. Había nacido en Buenos Aires el 15 de junio de 1940.

Como periodista le tocó actuar en los tiempos más violentos de la Argentina, cuando la muerte era moneda corriente y todo oficio era un oficio de riesgo. Se desempeñó como corresponsal, columnista y también como jefe de Redacción. Pasó por diarios como La Opinión y La Nación y por diversas revistas entre las que se cuentan Primera Plana y Panorama. También trabajó como traductor en la UNESCO.

Con la novela El apartado (1975) salió al ruedo literario y lo hizo exitosamente, ya que obtuvo el reconocimiento de sus pares y un premio del Bar-baro.

En 1978 apareció en Barcelona su segunda novela, Un día perfecto, con gran éxito de ventas. Cuatro meses más tarde se editó en Buenos Aires. En el prólogo para la reedición de Seix –Barral de 2007 dijo sobre esta ella: “Para mí algo estaba claro. El libro trataba sobre el destierro y los exilios en un mundo ceñido entre fronteras impermeables. El ansia de libertad y la desesperanza corrían parejas como en un mal sueño. Mantua, el protagonista masculino, encarnaba todas las miserias de la pérdida: idiomas prestados, identidad oculta o disuelta, nombre supuesto, documentación inexistente, orígenes inhallables, tránsitos furtivos por países desconocidos. No era “nadie”, como Ulises respondiéndole a Polifemo, el monstruo de un solo ojo que todo lo ve. Yo mismo, al escribir, enmascaré mis propósitos soñando que siempre hay fugas posibles hacia el plano simbólico, y suponiendo que hay abrigos en la textura de la metáfora. Es probable que estas “protecciones” sean aparentes y volátiles, pero sin ellas no escribiríamos. Empecé a trabajar en Un día perfecto a principios de agosto de 1977 para terminarlo ese mismo año poco antes de Navidad. Trabajé en dos tramos, el primero fue un torrente casi ininterrumpido, más o menos hasta mediados de octubre, y el segundo resultó más lento y más concentrado. Con el maxilar inferior izquierdo afectado por una operación dental no supe, en algún momento, si el dolor era, razonablemente, ajeno a la escritura o era ésta la que lo incrementaba, pero hoy tiendo a creer que ambos motivos debieron complotarse en una tarea unívoca porque ni bien puse fin al trabajo se esfumó también el dolor. La escritura, yo diría, cicatrizó la herida.”

A estos dos primeros títulos le seguirían muchos otros: El Pasajero (1984), No vayas a Génova en invierno (1988), La vida brillante (1993), Cita en Marruecos (1995), Los peligros de la dicha (cuentos, 1999), La costa bárbara (ensayos, 2000), La mujer rusa (2004), El héroe sin nombre (2006), El roce de Dante (2008), La vida privada (2011). A su labor como novelista, cuentista y ensayista se suma el guion de la película Gombrowicz, o la seducción, dirigida por Alberto Fischerman. En el año 1979 obtuvo la Beca Fullbright, y en 1988 la Beca Guggenheim.

También se desempeñó como funcionario. Fue subsecretario de Cultura durante el celebrado regreso de la democracia con el gobierno de Raúl Alfonsín.

Todos estos datos de su biografía no agotan, por supuesto, la persona que fue. Desde la literatura podría decirse que fue un obsesivo trabajador de la prosa, ya que para él era la orfebrería lingüística era la única manera de volver a contar las tramas que se cuentan desde tiempos inmemoriales. «Rabanal –dijo Ernesto Schoó- recupera para la escritura lo que ésta, en los últimos tiempos, casi alardea de haber descuidado: el arte del escritor, la hermosura de la palabra, la cadencia musical del idioma, la finura de observación, el ingenio de las situaciones.»

Pero a su compromiso con la palabra se suma su actitud ética referida a la literatura. Tiempo Argentino lo entrevistó durante la visita a Buenos Aires para presentar La vida escrita.  Pese a haber nacido en Argentina y a haber construido una obra abundante y sólida, la sensación del entrevistador era la de ir al encuentro de un escritor secreto que vivía en un país lejano. Sentado en el rincón más alejado del bar del hotel en que se alojaba, se mostró como un hombre pudoroso al que no le gustaba demasiado hablar de sí mismo; como alguien que, lejos de los estruendos y los fuegos artificiales del mundillo literario, había elegido el silencio como compañero de su escritura.

La palabra fue para él una forma de resistencia a la tentación de la superficialidad y a los esplendores vanos que suelen “consagrar” a un escritor independientemente de su obra. Un verdadero maestro silencioso que dejó dejó su vida por escrito. 

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