No hay intención de iniciar una guerra atómica a gran escala por parte de Rusia, que se ha comprometido a responder en espejo a los ataques que reciba. Frente al agravamiento de la situación, sólo falta imaginar algún halcón de la OTAN que afirme que “si bien estamos al borde del abismo, daremos un paso adelante”.
¿Qué nombre le pondrán en el futuro al conflicto global que nos aboca hoy? ¿Y desde qué fecha? ¿Con la primera guerra del Golfo? ¿O será cuando la OTAN se presentó en sociedad con el bloqueo naval a Yugoslavia en 1992, bombardeo de Belgrado en 1999 incluido? ¿Será en 2001 con el atentado a las Torres Gemelas en Nueva York? ¿Con la intervención masiva en Medio Oriente, Segunda Guerra del Golfo y Afganistán mediante? ¿O acaso las plumas del futuro preferirán evocar el golpe de Maidan en Kiev durante 2014? ¿Será con el inicio de la “operación militar especial” rusa en 2022? Lo interesante del asunto es que cada definición temporal implica un determinado compromiso, pues en el uso actual de la palabra “guerra” identifican de antemano los buenos y los malos según cada lado. Demasiados parlantes en inglés que compran y venden causas como si fueran heladeras descompuestas.
Parece inevitable que los liderazgos en tiempo de guerra afecten también la cuota de poder interno que se juegan los gobiernos de cada país. Es habitual, desde Pericles para acá. Lo que es inédito es la preponderancia de lo privado –casi individual- por sobre la guerra como fenómeno político colectivo. Eso lo vemos en el caso del Israel, donde queda en juego la mera superveniencia del Estado porque Netanyahu ya no sólo está en espera de la justicia israelí por casos de corrupción, sino que la Corte Penal Internacional ha pedido el arresto por causa de genocidio: sólo la guerra le mantiene la libertad ambulatoria. Del otro lado del océano, los demócratas norteamericanos desean compensar la derrota electoral con el agravamiento de la guerra en Ucrania para marcarle la cancha a Donald Trump, un experto en negocios poco ducho en asuntos externos. Son conductas imprudentes, cuyas acciones reales arrojan resultados inciertos.
En ese contexto, y pese a las advertencias rusas acerca del uso por parte de Ucrania de misiles de largo alcance -una clara línea roja fijada por Putin, que no debía ser cruzada- el 19 de noviembre fueron lanzados seis misiles ATACMS norteamericanos, cuyo alcance de 300 km le permite alcanzar objetivos en territorio ruso, así como el 20 fueron disparados otros Storm Shadow –de fabricación británica- que llegan a 400 km de distancia. Demasiado poco para ganar, suficiente para provocar. Lo grave es que ninguno de esos sistemas puede ser operado sin la asistencia de occidente. “El uso de misiles occidentales de largo alcance en Ucrania cambia drásticamente la naturaleza del conflicto”, declaró Vladimir Putin.
El 21 llegó la respuesta, con la destrucción de instalaciones militares en la ciudad de Dnipro (Dnipropetrovsk). Es la primera vez que el ejército ruso utiliza el Oreschnik (almendra o avellano), un proyectil ruso cuya velocidad es diez veces la del sonido (dos o tres km por segundo), tiene un alcance de 5000 km y es capaz de transportar cargas convencionales –como fue el caso- como ojivas nucleares. Puede llegar en 8 minutos a Polonia, en 11 a Alemania, en 14 a Bélgica y al Reino Unido en 19 minutos, sin poder ser detectado o interceptado por la actual defensa antiaérea occidental. No hay intención de iniciar una guerra atómica a gran escala por parte de Rusia, que se ha comprometido a responder en espejo a los ataques que reciba. El ataque a Dnipro ha sido una respuesta proporcional y medida a la acción de occidente, que podemos resumir en “el medio es el mensaje”. Frente a ese agravamiento de la situación, sólo falta imaginar algún halcón de la OTAN que afirme que “si bien estamos al borde del abismo, daremos un paso adelante”.«
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