Actividades con entrada libre y gratuita, que todavía la motosierra no pudo partir al medio y que jamás van a figurar en el Excel de Sturzenegger.

Pensar, comprender, entender hasta la más profunda excitación, el sentido de la frase La patria es el otro. O debatir interna y externamente acerca de la imposibilidad de que alguien, (cualquiera, usted, todos), se salve solo. Y si no fuera demasiado pedir, afirmar esos dos conceptos por escrito, aunque sea con faltas de ortografía. Salir a caminar, solo o acompañado, a ver si un día nos encontramos con la cintura cósmica del sur. Armar un altar en algún rincón de la casa, con Maradona y Messi, con Carlos Gardel y Charly García, esos, por supuesto. Pero también con las abuelas y las madres de la Plaza, con el Equipo Argentino de Antropología Forense y con las Universidades nacionales, públicas y gratuitas. Hacer como si el televisor de la casa no existiera o funcionara mal y hacer zappings de radio en la vieja portátil o en la Spika heredada del abuelo o del tío mayor. Repetir el procedimiento, durante varias horas, al menos una vez a la semana, hasta comprobar lo bien que hace dejar de intoxicarnos con zócalos alarmantes.
Leer a Jauretche, escuchar a Yupanqui, visitar las muestras de la Biblioteca Nacional o frecuentar un museo (uno que no cobre entrada). Acordarse con precisión cuando fue que lloró como un descosido o que estuvo a nada de hacerse pis de la risa. Palabras para volver a convertirlas en favoritas: amor, deseo, sueños, felicidad; palabras para no dejarnos arrebatar: Patria, Independencia, Soberanía, Pueblo; palabras para volver a poner de moda: Imperialismo, Colonialismo, Cipayismo, Nacionalismo. Ver películas mudas de Chaplin y Buster Keaton, sonoras de Los Hermanos Marx y de Walter Matthau y Jack Lemmon y todos los recortes que encuentren de Peter Capusotto y sus videos.
Escribir una carta manuscrita a alguien querido, ponerla en un sobre, mandarla, estampillada, por correo a ver si llega, cuanto tarda y si obtiene respuesta. Leer a Juan Sasturain y Sergio Olguín, escuchar a Kevin Johansen y mirar los cuadros de Renata Schussheim. Volver al barrio de origen, tocar el timbre de la casa en la que uno se crió, y si a la casa no se la tragó el tiempo y si alguien atiende, animarse y pedir permiso para recorrerla un ratito, al impulso de lo que dice una canción: Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida. Escuchar a Mercedes, a la Rinaldi y a Leoncito. Contarle a alguien, o contarse, un cuento con la condición de que empiece con la frase había una vez. Leer a Scalabrini Ortiz, escuchar a Serrat, ver películas de Favio. ¿Cuáles? Todas. Darle el mayor lugar al instinto. Sonreír pensando en lo bueno de la vieja o del viejo, en especial si ya no están: será suficiente rememorar sus dichos preferidos, extrañar sus caricias y entender sus equivocaciones. Cantar a viva voz o para adentro la «Serenata para la tierra de uno», de María Elena Walsh: también puede utilizarse el Himno Nacional. Leer poemas de Borges, de Juana Bignozzi, de Benedetti. Subir al altar a Cayetano para que el santo no nos deje sin trabajo y, por qué no, sumar a Gilda al Gauchito, a Bairoletto y a cualquier otra clase de promesas, religiosas o laicas.
Ordenar el álbum de las fotos más queridas. Hay permiso para romper en pedacitos las fotos de los más antipáticos. Picar cada tanto uno o dos kilos de cebollas y un kilo de morrones para volver más suculenta la olla popular más cercana. Parar la oreja y escuchar lo que otros hablan. Estar juntos. Buscar en el diccionario palabras difíciles como escaramuza, teocrático o sinapsis, o recuperar la secreta travesura infantil de buscar en el mataburro palabras como culo, teta o caca. Leer con atención letras de Manzi, Cátulo Castillo y Discépolo: siempre se les descubre algo nuevo. Sin acobardarse y sin saber bailar, sacar a bailar a alguien, allí donde le vengan las ganas. También pueden sacarse a bailar a sí mismos. Leer a Marechal, escuchar a Aute y Sabina y mirar como si estuvieran en el cine del barrio que ya no existe una película de los años ’40 o ’50 en blanco y negro.
Ubicar en el calendario de la mente algunas jornadas en la que dijo o pensó: hoy me sentí feliz. Traer otra vez a la memoria la participación en momentos colectivos trascendentes. Días como el de la recuperación de la democracia o las marchas por el Ni una menos o en apoyo a la ley de interrupción voluntaria del embarazo; los festejos del bicentenario y los del mundial de fútbol 2022. Leer a Nicolás Casullo y Julián López; mirar cuadros hasta que les gusten, por ejemplo, los del maestro Daniel Santoro; escuchar a Pugliese, Pugliese, Pugliese. Hacer cocina gourmet con veinte ingredientes, eso lo hace cualquiera. La cuestión es poder servir algo muy rico con lo poquito que quedó en la heladera, con sobras y nada más. Leer los cuentos de Fontanarrosa y de Casciari; escuchar a Miguel Ángel Estrella y a Marta Argerich; volver a leer cuadrito por cuadrito las historietas que de chicos leímos en Rayo Rojo, PifPaf, Frontera y Hora Cero. Ayudar a los más chicos y a los más viejos; dar una mano a los indefensos; proveer a los que menos tienen. Tomar por asalto la cartuchera de un hijo en edad escolar, sacar prestado, sin permiso, el marcador punta gruesa color negro y escribir, ahí donde se pueda, muchas veces, “Esto también pasará”.
Ah, y también Feliz Navidad y Mejor Año Nuevo.
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