
A inicio de 1964, JK era el favorito para las elecciones presidenciales del 65. Días después de lanzar su precandidatura, el recién instaurado golpe militar iniciaría una intensa campaña amplificada por los medios de comunicación denunciando la corrupción de JK. El departamento que alquilaba de un amigo, decían, era el pago de empresarios por los beneficios recibidos. El presidente Castelo Branco canceló su mandato de senador y sus derechos políticos por 10 años. Los fantasmas de la corrupción y del comunismo consiguieron cerrarle el camino de vuelta a la Alvorada. Cincuenta años después, los mismos fantasmas expulsaron a la presidenta Dilma y excluyeron a Lula de la corrida presidencial de 2018, al ponerlo preso por el mismo tipo de denuncia contra JK. Después de 580 días preso, demostró que lo había sido por manipulación judicial, política y mediática y volvió a la disputa electoral ganándole a Bolsonaro por más de dos millones de votos. Margen estrecho considerando los 118.552.353 votos. Suficientes para detener el proyecto de destrucción institucional representado por el bolsonarismo.
Bolsonaro y su círculo íntimo no dudarían en quebrar el orden institucional. Sin apoyo internacional, las FFAA o seguridad no se han sumado a esa apuesta –salvo la dirigencia de la policía federal de caminos–, ni tampoco las bases de soporte político y religioso. Los aliados del parlamento ya están alineándose al nuevo gobierno y los principales pastores evangélicos comenzaron a rezar por el nuevo presidente. El juego por el poder en Brasil es pragmático. Conservador, pero siempre del lado del ganador.
A diferencia de 2018 cuando, galvanizado por el antipetismo, gran parte del espectro económico, político y mediático se alineó detrás de Bolsonaro y cuando la disputa política –de corazones y mentes – fue trabada en las redes sociales con el know-how importado de las experiencias del Brexit y de Trump, la elección de 2022 colocó un dilema a varios actores que fueron conniventes con el proyecto representado por Bolsonaro. Los escándalos de la gestión sanitaria, ambiental, política y económica del gobierno, así como el darse cuenta que el remolino antisistema bolsonarista también iría a tragarlos, llevó a muchos antipetistas convictos a declarar su voto en Lula. También hubo disputa en las redes, colocando a la defensiva al bolsonarismo al tener que explicarse sobre masonería, pedofilia, desindexación del salario mínimo y jubilaciones, acciones armadas de aliados contra policías y minorías entre muchas otras cosas.
Las imágenes de manifestantes con camisas del Scrach pidiendo intervención militar asustan, pero en Brasil acompañan, al menos desde 2016. Sin soportes institucionales, queda el apelo milenarista por la llegada de un nuevo tiempo, con la movilización en rutas y ante cuarteles. De a poco se vacían. Tras la oscuridad que significó Bolsonaro, una nueva alvorada parece anunciar el retorno de la política y la convivencia, a pesar de las nubes y las tormentas que se ven en el horizonte.
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