AMLO, el COVID-19 y la mexicana costumbre de no brincar cuando el suelo es tan parejo

Por: Arsinoé Orihuela Ochoa

¿Por qué AMLO no hace nada para frenar la propagación del COVID-19? ¿Por qué AMLO desfila, al lado de Donald Trump y Jair Bolsonaro, en la infame lista de los jefes de nación que minimizan la pandemia? ¿Por qué AMLO, si es un presidente del llamado “campo nacional-popular”, prioriza a los mercados por encima del pueblo? ¿Por qué AMLO no paraliza al país, decreta la cuarentena y suspende la actividad económica?

Cuando fui abordado con tales preguntas por colegas argentinos y brasileños, que a la distancia juzgaban con cierto azoro la presunta “inacción” del gobierno mexicano en relación con la crisis sanitaria, respondí a botepronto con el acostumbrado estribillo elusivo: “fábulas de la prensa fifí”. Para asombro de quien escribe, los compañeros del sur me increparon advirtiendo que la corriente de opinión adversa a AMLO y sus (in)disposiciones provenía de la propia prensa crítica e independiente, y no de los rumorólogos a sueldo. Por ellos –los compañeros–, arriesgo algunas consideraciones a modo de respuesta.

Primero, es importante recordar que, en el renglón comunicacional, México fue el primer país en establecer un protocolo de actualización relativo al COVID-19 de frecuencia diaria. La Organización Mundial de la Salud (OMS) reconoció públicamente al gobierno mexicano por esta notable contribución. Ciertamente, la figura de la conferencia de prensa matutina –o “mañanera”– permite agilizar la circulación de información en tiempos de crisis o emergencia. Pero el gobierno de AMLO, sin demora o cálculo político, acudió a personal profesional, técnico y científico para comunicar e informar a la población. Allí radica el mérito, en la diligencia. Desde que estalló la epidemia, el gobierno mexicano dispuso dos instancias de información diarias: una cápsula en la “mañanera”, y una conferencia nocturna, exclusiva de COVID-19. En este sentido, no hubo negligencia o negacionismo, como si es posible presumir –verificar– en el caso de los Estados Unidos, en donde el presidente Donald Trump transitó de la trivialización al alarmismo, y asumió irresponsablemente –hasta donde la retórica le bastó– el mando de las comunicaciones, llegando al extremo de autocelebrar sus presuntos conocimientos científicos, “herencia de un lejano tío que fue un emérito académico” (sic). Por cierto –y apenas para el registro– cabe señalar que los mexicanos en Estados Unidos acuden a las fuentes oficiales de México, por oposición a los medios locales o estadounidenses, para indagar información sobre el avance de la pandemia.

Ahora bien, lo cierto es que el plan de AMLO sí es diferente: apuesta a una ralentización a mediano-largo plazo, y no a la ultracontención que ensayaron algunos países desde el primer contagio o caso de infección. La premisa sobre la que descansa el plan es que resulta imposible frenar el brote, y que tal intento apenas maniataría social y económicamente al país. AMLO acude constantemente al recuerdo del H1N1 o Influenza A de origen mexicano, que coincidentemente se produjo en el contexto de otra crisis económica: la financiera de 2008-2009. En esa ocasión, las

tradicionales medidas de contención –que a menudo propician conductas de pánico– no evitaron la propagación, y sí, en cambio, contribuyeron a hundir al país en un estancamiento irreparable, y que devastó a las micro y pequeñas empresas, y arrojó a millones de mexicanos a la informalidad. Por cierto, México es uno de los países con índices de empleo informal más altos del mundo. De acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), la tasa de informalidad laboral en México alcanza cerca de 60% de la población ocupada. Quizá en Estados Unidos tenga un efecto notoriamente más comprensivo la estrategia de enviar al trabajador a su casa con goce de sueldo. En México, esta disposición tendrá un impacto muy acotado, ya que la mayoría de las personas –literalmente– sale a ganarse la vida a la calle cada día y todos los días. En otras palabras, la precaución que atraviesa al plan es que el remedio (protocolo anti-COVID-19) no resulte a la postre más costoso socialmente que la propia enfermedad. Confieso que también tengo ciertas reservas sobre la pertinencia del diseño de acción oficial. Tan sólo me interesa registrar el razonamiento que rige el dispositivo gubernamental, y que –esto sí es crucial recalcar– en ningún sentido denota negligencia, descuido, omisión o minimización (A modo de glosa marginal, tal crítica sí es razonable, acaso urgente, en el renglón de la violencia e inseguridad: 2019 es el año más violento en la historia del país, y en México asesinan a un promedio de 100 personas al día. Allí no hay excusa. La tierra de AMLO continúa siendo un holocausto en cámara lenta).

Ahora, a pesar de la singularidad del “plan mexicano”, en lo general la estrategia gubernamental adhiere lealmente el protocolo de la OMS. Apenas esta semana, México declaró oficialmente la fase dos de la contingencia (transmisión comunitaria del coronavirus). Con esta medida, entra en vigor la Jornada Nacional de Sana Distancia, prevista del 23 de marzo al 19 de abril, y que pone en marcha los dispositivos restrictivos que corresponden a la segunda fase: a saber, la cuarentena, encierro y desmovilización masiva de la población. Hay que resaltar que el país entra a esta fase muy lejos del escenario de propagación vertiginosa que enfrenta Estados Unidos, Italia, España o, en menor escala, Brasil. De hecho, el reporte actualizado, relativo al caso mexicano, registra apenas 475 casos confirmados y 6 muertos, incluso menos que Argentina. No obstante, el énfasis, como en otros países, se desplaza a medidas generalizadas de distanciamiento físico y cuidado prioritario de las poblaciones de riesgo. Al respecto, AMLO anunció: “[…] firmo un decreto para que tanto en el sector público como privado se dé permiso a los adultos mayores para que puedan estar en sus casas con goce de sueldo”. Muy diferente de Jair Bolsonaro en Brasil, que, apenas unos días atrás, mandó una propuesta para suspender los salarios de los trabajadores públicos durante cuatro meses.

Básicamente, lo que quiero destacar es que las medidas drásticas de desmovilización ciudadana y paralización económica no significan a priori o necesariamente la única respuesta “prudente” o “humana”. Lo esencial está en los detalles de las estrategias, y acaso en las singularidades de cada caso-país. Reproducir o importar de manera mecánica los protocolos de otros países no es exactamente adecuado. Y, lo cierto es que, en México, así como atesoramos un amplio conocimiento en materia de desastres sísmicos y protocolos de rescate (los “topos” mexicanos son altamente valorados en el mundo), también somos expertos en calamidades epidemiológicas. Es posible esperar que la población responda favorablemente a la crisis, no sin cierta heterodoxia.

El conjunto de razones arriba expuestas, quizá ayuden a explicar –o no, eso lo dejo a criterio del lector– por qué AMLO y los mexicanos ensayan y proyectan un relativo sosiego en el medio de la catástrofe sanitaria, y que –insisto– no corresponde confundir con inacción o negligencia. Entonces, si las cosas están más o menos bajo control –claro, apenas el control que permite una contingencia– cumple preguntar: “¿Para qué tanto brinco, estando el suelo tan parejo?”

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