Andanzas y desandanzas: el joven Jon Lee Anderson on the road

Por: Nicolás G. Recoaro

Crónica de viaje, ensayo, manual de supervivencia. "Aventuras de un joven vagabundo por los muelles", recientemente publicado por Anagrama, es el libro que recupera una deriva iniciática setentera del periodista norteamericano, maestro de maestros de la no ficción.

Drop out, salirse, dejarlo todo atrás y perderse como un beatnik on the road. Ese era el sueño de Jon Lee Anderson cuando era pibe a principios de los años setenta. Antes de cumplir 18 primaveras, se mandó a mudar. Dejó atrás la familia diplomática y el colegio represor para hacerse trotamundos. Quería llegar desde la británica Exeter hasta el Togo africano, donde vivía su idolatrada hermana mayor Michelle, muchacha valiente, viajera, bohemia, rockera, todo lo que estaba bien para el pequeño Jon Lee. El muchacho tenía 200 dólares en cheques de viaje y un fiel amigo para lanzarse a dedo por las carreteras. Un 21 de junio soltó amarras. Y zarpó a la mar.

Aventuras de un joven vagabundo por los muelles, recientemente publicado por Anagrama, es el libro que recupera la deriva iniciática del periodista norteamericano. Sus andanzas y desandanzas por puertos y urbes de Gran Bretaña, Suiza, Francia, la España del franquismo decrépito y más allá. Recuerda Anderson: “Cualquiera que se cruzara conmigo haciendo autostop habría adivinado mis inclinaciones culturales: llevaba el pelo largo, una barba desaliñada y pantalones blancos campana en los que había pintado hongos de color anaranjado. Me oponía a la Guerra de Vietnam, despreciaba al presidente Nixon y desconfiaba de la policía. Mis biblias era Alma encadenada, Roba este libro y La autobiografía de Malcolm X, y mi banda sonora eran David Bowie, King Crimson, Jimi Hendrix y Santana”. Estampa de un enfant terrible.

Crónica de viaje, ensayo, manual de supervivencia… El delgado pero potente volumen es difícil de clasificar, como toda la fascinante obra de Anderson, maestro de maestros del periodismo narrativo, pluma filosa de la revista The New Yorker y autor de libros cardinales del violento oficio de escribir, como Che Guevara. Una vida revolucionaria y La caída de Bagdad.

Caminante no hay camino, hay aventuras. Anderson se hace camino al andar por los bajos fondos portuarios de Marsella y Las Canarias buscando llegar al África en un velero agujereado. Los puertos, ese espacio de cruce con el otro: los mochileros de billeteras flacas, los marineros de los siete mares, los laburantes solidarios, los exiliados perseguidos por la policía, los desertores del hogar, de la patria… La hermandad del camino. Este viaje primerizo de Anderson fue la semilla de su compromiso social y espíritu nómade. La escuela de la ruta.

Luego de cuatro meses a la deriva, finalmente el joven Jon Lee no llega a buen puerto. Pero no naufraga al final de la crónica. Sobrevive y sigue hambriento de nuevas odiseas. Pero esa es otra historia.

Una muestra para empezar a leer

En 1969, cuando yo tenía doce años, mi familia se trasladó a una urbanización residencial en Reston, Virginia, cerca de Washington D. C., una utopía suburbana donde agentes de la CIA y diplomáticos como mi padre podían criar a sus familias. Yo odiaba Reston, y odiaba vivir en Estados Unidos. Parte del año anterior habíamos vivido en Virginia, entre períodos en Taiwán e Indonesia. Estábamos en Virginia cuando asesinaron a Martin Luther King: fue una de las pocas veces en que vi llorar a mis padres. Un día, mientras estaba vendiendo pegatinas de Tengo un sueño en memoria de King para apoyar la Campaña de los Pobres, un vecino azuzó a sus perros contra mí.

Como me escapé de casa varias veces, mis padres idearon un remedio para mi desasosiego: me mandaron a vivir un año en casa de unos tíos míos en Liberia. Casi todo ese tiempo lo pasé esquivando a mis vigilantes para internarme en la selva de Liberia y viajar a otros países de África Oriental, y al final de mi estancia les dije a mis padres que no quería volver. Les mencioné que un aventurero suizo, de paso por Monrovia para atravesar el Sáhara en camello, me había invitado a acompañarlo. Mis padres respondieron que todavía no había terminado la enseñanza secundaria. Regresé a casa, abatido.

Ya en el instituto, me metí en más líos, sobre todo de drogas; probé el ácido y la maría, como todos los alumnos, pero un día una chica me inyectó heroína antes de la clase de tiro con arco. Varios chicos que conocía murieron de sobredosis. Después de aquello mis padres decidieron mudarse de nuevo y empezaron a buscar un lugar más tranquilo. Mi padre adelantó su jubilación del Foreign Service con el propósito de «salvarme», como a menudo diría más adelante. Pero mi madre y él también estaban intentando salvar su matrimonio, sometido a tensiones cada vez más grandes al cabo de veinte años dando vueltas por el mundo.

Mi padre siempre había sido uno de esos trotamundos que embarcaban en un carguero y viajaban de un lugar a otro de buena gana. Mi madre – escritora de libros para niños, que publicó el primero a los veintiocho años–, había renunciado a su carrera para seguirle. En sus destinos diplomáticos habían vivido en Trinidad, Haití, El Salvador, Corea del Sur y Colombia antes de que lo enviaran a Taiwán e Indonesia. Por el camino, habían formado una familia. Mi hermana Michelle nació en Haití, donde la vacunó en varias ocasiones el médico recomendado por la embajada: François Duvalier, el futuro Papa Doc. Adoptaron a Tina durante sus años en El Salvador y a Mei Shan en Taiwán. Scott, mi hermano pequeño, y yo, nacimos en California, entre periodos en el extranjero.

Mi madre eligió el siguiente destino, la bonita ciudad victoriana de Lyme Regis, en la costa inglesa. Era famosa por sus acantilados y sus fósiles, y por ser el lugar donde se desarrolla el drama decimonónico de la novela de John Fowles La mujer del teniente francés. Lyme era para mí como la maqueta de un tren de juguete. Todo era diminuto, desde los coches hasta las casas adosadas donde vivía la gente, y los ingleses eran pálidos con los dientes grises y costumbres extrañas: hasta los niños tomaban té. Para los lugareños nosotros éramos los exóticos, una familia multirracial norteamericana, y yo era un chico que no respetaba las normas.

Este período de inactividad no nos duró mucho. Al final del curso escolar, mi padre subió a mi hermano Scott a una furgoneta Volkswagen y ambos partieron por tierra hacia la India. Mi madre consiguió un puesto de profesora en la Universidad de Florida, en Gainesville, invitada por el novelista gótico sureño Harry Crews, y se llevó con ella a mis hermanas Tina y Mei Shan. Michelle, que era cuatro años mayor que yo, ya se había ido de casa; primero vivió en la isla de Lamu, en Kenia, y después se fue a estudiar a Niza.

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