Animales encerrados en el limbo; por Rodrigo Vázquez

Por: Rodrigo Vázquez

Columna de opinión.

La etapa del colegio para mí fue la de mejores recuerdos. En mi colegio, había mucho bullying y eso también ayuda a formar la personalidad. Mauricio Macri.

El Colegio Chester comenzó a funcionar apenas empezaba la última dictadura, en la calle 11 de Septiembre número 1442. A escasas cuadras de donde vivía Raymundo Gleyzer cuando lo secuestró un grupo de tareas en mayo del ’76. A dos minutos a pie del colegio Esquiú, donde mis padres me enviaron a la escuela primaria. Dos meses antes de la desaparición de Raymundo, formé como un soldado en el patio del Esquiú por primera vez. Recuerdo el miedo y el frío de marzo del ’76. Los chicos descuartizando palomas heridas en el patio, regodeándose con la sangre. Las burlas porque yo lloraba. Odiar el estudiar matemáticas con regletas. Atravesar el cordón parapolicial que rodeaba la casa del almirante Lambruschini, revoleando sus armas, para llegar a clase.

En julio del ’76 dejé de hablar. Mis maestros dijeron que sufría de una discapacidad mental. Mi madre, sorprendida, me sometió a varios exámenes psicológicos. Se descartó la posibilidad de discapacidad. Mi madre empezó a sospechar del colegio. Cuando supo que nos mandaban a una torre oscura a recibir gritos de una preceptora para reforzar matemáticas, porque los castigos de la maestra nos paralizaban, me sacó de ahí enseguida. Fue así como entré al Chester y conocí a Edith Walker, la madre de Enrique «Jarito Walker», periodista desaparecido y militante de Montoneros. Cuando yo entré, Edith ayudaba a su hija Vicky a montar el colegio junto con su marido, Lucho Alsogaray. Habían pasado pocos meses desde la desaparición de su hijo. Cuando empezó a funcionar el colegio, hacía un año que Edith había visto a Jarito por última vez, en su casa de Benavidez. 

Jarito había sido secretario de redacción de la revista Gente. Un viaje a Vietnam en 1968 para cubrir la ofensiva del Tet lo hizo pasar por París en Mayo. Un excompañero de Jarito en Gente, Alfredo Serra, dice: «Al Inglés se le dio vuelta la cabeza con el Mayo francés». De ahí, saltó a Vietnam. «Después de Vietnam, soy otra persona», le decía Jarito a su madre con vehemencia, «antes vivía y pensaba como un pequeño burgués, pero la visión de la guerra ha cambiado mi vida». Cinco años después, el ejército de Vietnam del Norte derrotaba al ejército yanqui y Jarito era asesinado en el Pozo de Banfield por el ejército argentino que, como el de Vietnam del Sur, masacraba compatriotas para servir a intereses de un complejo militar-industrial extranjero, enmascarados en la defensa de la civilización occidental y cristiana, en este caso contra la «barbarie comunista».

Jarito había fundado la revista Nuevo Hombre en 1971, abriendo sus páginas a las organizaciones armadas de izquierda para que publicasen sus comunicados y acciones. Empezaron las amenazas, los anunciantes se distanciaron, los proveedores retacearon el papel. Los vecinos del local de la avenida Córdoba 2077 estaban inquietos. Cuando Jarito se quedó sin fondos para pagar los salarios, empezó a dialogar con representantes del PRT-ERP y en 1972, cambió el formato, para volver a publicar bajo la dirección de Silvio Frondizi, que sería asesinado dos años después por la Triple A.  

Tras su paso por Gente, Jarito haría periodismo militante en revistas de la tendencia revolucionaria peronista, como El Descamisado. Después de cruzar las pocas fuentes que han sobrevivido, sé que Enrique Walker completó su foja periodística con responsabilidades en la edición de Evita Montonera –y que recorrió el último tramo de su intensa vida como oficial montonero–. Jarito era el hombre nuevo. Edith esperaría a que reapareciera durante muchísimos años, en su casa de Benavidez, adonde lo había visto por última vez, quemando documentos en la cocina. Por fortuna, la justicia poética existe. Hoy, en la primera sede del Chester funciona una embajada en la que ondea la bandera del Vietnam que derrotó al imperialismo tanto francés como norteamericano. 

Recuerdo el orgullo y el dolor de Vicky la tarde que me contó esta historia, en su casa de José Hernández y 11 de Septiembre. A una cuadra del jardín de infantes al que fui y que hoy es una clínica de cirugía estética. Si me detengo frente a esa casa hoy, en la esquina de Arribeños y Hernández, aún llego a discernir mi primer recuerdo de la niñez. Fue el 13 de agosto de 1975. El sonido de una balacera. Los gritos de todos. ¡Al suelo, al suelo! Las maestras gritan y tiemblan. Silencio afuera. Sollozos adentro. Con el tiempo supe que habíamos escuchado un fusilamiento de militantes montoneros contra la barranca del Club Belgrano que baja a la calle José Hernández. 

En 1980, el colegio se mudó a una casona del barrio que ya no existe, detrás de la que aún es la embajada de Cuba. Frente a la oficina de Vicky estaba la de su marido y administrador del colegio, Luis María Alsogaray. Hoy, «Lucho», como lo conocíamos, exrugbier, campechano y con un bronceado tan reluciente como su sonrisa, tiene en la portada de su Facebook un link a la asociación civil Justicia y Concordia. Uno de los objetivos de esa asociación es el de «promover una visión de memoria completa sobre los hechos ocurridos en la década del ’70». Fue «Lucho» quien prohibió, en marzo del ’84, la salida del segundo número de nuestra revista escolar, muy a pesar de Vicky por cierto. Nuestro error había sido escribir sobre el aborto, The Wall de Pink Floyd y las inundaciones en el litoral. La prohibición desencadenó la renuncia del rector Ignacio Hernaiz, excolaborador de Daniel Filmus y actual director de la Oficina de la Organización de Estados Iberoamericanos (OEI) en Uruguay, dedicado a la educación en Derechos Humanos. Algunas cosas nunca cambian. Ignacio tiene compañeros de colegio y universidad desaparecidos y asesinados por los mismos tipos que Lucho defiende desde su página. Es fácil ver hoy por qué la renuncia de Ignacio era inevitable. 

Los alumnos que gozaban del agrado de Lucho eran otros, como el actual ministro de Modernización, Innovación y Tecnología y presidente del Ente de Turismo de la Ciudad, Andy Freire. Andy es recordado por mi hermano más que nada por las constantes burlas que le propinaba junto con sus amigos. Como comprobación de la rigurosidad poética de esta anécdota, Lucho, que había estudiado zootecnia, apoya la idea de Andy de trasladar 376 animales desde el histórico zoológico de Buenos Aires a un ecoparque. Leí algunas de las declaraciones de Andy al respecto. «Es un proceso lento», dice. «Cada animal es una historia clínica en sí misma». 

Entiendo esa dedicación anglófila de Andy para con los animales. Y su pragmatismo, cuando dice que el objetivo de su proyecto inmobiliario en la zona es «la puesta en valor de los edificios históricos». La estrategia de esa «puesta en valor» de áreas públicas de la Ciudad para su posterior venta al mundo privado es la misma que se implementa en Londres y en Cambridge, Massachusetts, de donde Andy y yo sacamos el know-how que aplicamos en nuestras respectivas profesiones. Él eligió ser empresario y político en Argentina, otros optaron por trabajar para Monsanto en la Argentina y otros se exiliaron para perseguir sus proyectos, como yo, que terminé haciendo cine y televisión y viviendo en Londres. Es una lástima que Andy no se haya animado a hablar conmigo para este artículo. Tal vez el recuerdo de los chicos a los que les hacía bullying en el Chester, como mi hermano menor, mi perfil político y su «muy apretada agenda» hayan vuelto difícil una charla para publicar. Después de todo, en mi clase social, la mayoría de los hijos de la dictadura siguieron lo que se esperaba de ellos y tuvieron éxito. No éramos cercanos con Andy, y su bullying era una de las razones principales. Además, si las condiciones materiales de nuestras vidas determinan nuestra visión del mundo, en el caso de muchos de mis excompañeros de colegio, esta mirada esta sesgada por el odio de clase. Toda la vergüenza que significó el 2001 para ellos y el constante asco por las puebladas hoy es asumida como muy propia y cacareada en videoclips de propaganda antiperonista distribuidos por WhatsApp. La crisis del 2001 puso fin al Chester y a los sueños de la Argentina neoliberal de manera ignominiosa. En marzo de 2002, los padres llevaron los chicos al colegio, pero el colegio estaba cerrado. No abriría sus puertas nunca más. Se rumoreaba que Lucho, ya separado de Vicky, se había ido a vivir a Uruguay.  

En las últimas elecciones Lucho llamó a votar desde las redes sociales con el hashtag «la fuerza de los dignos», acusando a una diputada kirchnerista de ser terrorista cuando era una niña, mientras se preguntaba si los proterroristas manejaban la patria todavía. Leer a Lucho hace crecer mi admiración por Edith, la madre de Jarito, y entiendo como nunca la fuerza con la que le daba al cucharón para callarnos a todos en el comedor escolar, llamándonos al orden y la disciplina, pero más que nada al rigor. El espíritu de Jarito vivía en ella. El mismo que lo llevó a entrevistar a Salvador Allende tras asumir la presidencia de Chile, al frente vietnamita o al Mayo francés. Edith lo transfería a su manera para quien pudiera mirarla a los ojos. Yo amaba a Edith. Nunca fallaba en inspirarnos a ser duros, pero sin perder jamás la ternura. «

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