
Un político primitivo como Mauricio Macri fue quien más usó el término en sus ramplones e irrepetibles cuatro años.
El vocablo prendió en la prensa enemiga latinoamericana y se lo vio, incluso, en medios españoles, franceses y norteamericanos. El New York Time la usó en 2019. Lo favoreció que el nombre Venezuela es un degenerativo de Venezia. No tendría la misma suerte con México o Brasil.
La tensión electoral en Chile reavivó la palabreja en el discurso del pinochetista Kast para espantar votos asustadizos personificada por Boris.
Hace pocos días el matemático y militante Fernando Sánchez me dijo tres verdades en un párrafo: “…el espantajo «Chilezuela» es una construcción sólida y maligna, no sólo en Chile, sino en toda América Latina. Nadie quiere el destino de Venezuela y creen que doblándose ante el imperio lo van a lograr”.
Pero el algoritmo se alteró desde 2019. El país dejado por Macri se acercaba mucho a su imagen siniestra de “Argenzuela”. Lenin Moreno, Duque, Piñera, Bolsonaro tuvieron destinos más parecidos al de Macri que al de Maduro. Hasta en la reciente Honduras, la derecha perdió a pesar de acusar de “chavista” a Xiomara Castro como si constituyera un pecado. Sólo tuvo relativa suerte en la Uruguay de Lacalle.
Como muchas ideas-trampa se apoyaba en un hecho real. Estados Unidos había logrado degradar a Venezuela a niveles haitianos. Venezuela pasó de tener el segundo salario en dólares en Latinoamérica al último. Sin invasión militar. Bastaron tres medidas: una batería asesina de 346 sanciones, un bloqueo global superior al de Cuba y la expropiación de su oro en Londres, de MONÓMEROS en Colombia y de CITGO en EE.UU.
Por supuesto que a nadie en su sano juicio le gustaría vivir en un país de sobrevivientes.
La idea negativa de “Argenzuela” se construye con un algoritmo simple que permite una serie de operaciones ordenadas al servicio de un objetivo. Se compone de tres elementos:
a) destruir al país que se atrevió a desafiar a EE.UU. y dudar de su capitalismo
b) convertir el resultado en un sentido común mediante la prensa y
c) usarla para espantar revoluciones, cambios sociales y moderar espíritus oportunistas.
El siglo XX tuvo muchas “Argenzuelas”. Por ejemplo Haití, una sociedad destruida y castigada porque sus negros y negras insurrectas derrotaron al imperio napoleónico y crearon una república negra. O Paraguay, un país heroico envilecido por dos guerras mortales. ¿A quién le gustaba la pobrísima Bolivia de antes de la prosperidad relativa ganada desde 2007?
¿A quién le gustaría vivir en la África colonizada y poscolonizada bajo botas imperiales permanentes; o en las actuales ciudades mexicanas de Sonora, Chihuaua, Zacatecas y Jalisco, convertidas en infiernos cotidianos?
O en el barrio Los Alpes de Bogotá y en las miserabilizadas Cúcuta, Chocó y sur de Cali, o en la Centroamérica violentada desde los 80. Incluso, en el sur de Rosario y en zonas del Gran Buenos Aires de la vanidosa Argentina o en el nordeste del industrial Brasil.
Parece que la palabreja maldita está cumpliendo una mutación darwiniana: se adapta al cambio para sobrevivir. Se lee y escucha menos en los diarios y noticieros. La acelerada recuperación del consumo urbano en Venezuela –aún con sus espejismos– es el primer cambio. El segundo es la descomposición de la derecha que le hizo la guerra al chavismo entre 2013 y 2019: seis años de odio, destrucción, violencia y muerte crearon un “clima de época” favorable al cultivo de “Argenzuela”.
Ese clima comenzó a cambiar. Si se estabilizaran los cambios geopolíticos, comerciales y la oposición guerrerista abandonara su guerra privada, y sobre todo si los cambios alcanzaran al salario obrero, lo más destruido del país, la prensa internacional perdería su plato piche llamado “Argenzuela”, su menú favorito durante seis años en América latina, y tendría que conformarse con un buen guisado de arroz con chocozuela, algo más sano que su aberración ideológica pasajera.
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