El tema es el viaje propio en el tiempo, un volver cabeceando permanente, el asombro de una esquina sin luz a la que se llega solamente bajo la luna en sangre y su emoción.
Y de niño antes de dormirme, a menudo tenía un anticipo de misteriosos sentimientos que luego se transformarían en ideas parceladas del mundo para andarle trashumante. Por ilustrar recuerdo al tango «Volvió una noche «cantado por mi padre Pichino, embriagado feliz o emocionado sujeto a su melancolía según la ocasión, a los postres o en medio de la intimidad familiar. Su letra me señalaba un rastro de intriga y también algo de inquietud cuando llegaba: «es como un fantasma del viejo pasado…». Me imaginaba a ese fantasma como un tipo encorvado, de rasgos horrorosos y tenebroso que pasó por la pieza una noche cualquiera intentando llevarme como el viejo de la bolsa que tanto temíamos entonces, se paseaba intocable envuelto por un humo pantanoso mientras caminaba amenazante hacia mí ese viejo pasado tan temido. Con el tiempo supe que era la vida y no lo vi más. Ese fantasma que de todas otras maneras reaparecía en «Soledad», creando ilusión en medio de una caravana interminable con mueca espectral, generando angustia y prematura concepción del mal de amor. Como en «Volvió una noche» pero en modo presente esta vez, el fantasma desfilaba resucitando desde la inspiración del sufrido Alfredo Le Pera.
De todos modos siempre mantuve cierta propensión mientras crecí (a mi modo fijación poética interpretativa que tal vez anticipaba al poeta que me habita), a reflexionar sobre las letras del tango como género. Considerando a la distancia hoy en día, que era un modo de acercarme al pensamiento de Pichino, cuándo y cómo se expresaba cantando desde las letras del tango a su propia filosofía de vida, señales que el tiempo atesora y la sangre estimula cuando se crece, inevitablemente. En «Siga el corso» aparecía el entramado de reivindicación de oficio paterno y familiar en sí cuando sonaba en su letra:«Como un pintor escobroche». Era lo que yo suponía una alusión lunfarda al pintor de brocha gorda que en definitiva era mi viejo. Sólo que se trataba al fin de un «Pintoresco broche» pintando la historia de ese corso imaginario de carnaval. Ya entrando en «La Pulpera de Santa Lucía», mi adelanto de ideología y pertenencia política afloraban tempranamente atendiendo a la trama sangrienta de unitarios versus federales, ubicando ahí entre los buenos federales a quienes adopté finalmente de mayor y más enterado culturalmente: los gloriosos payadores. Efectivamente, ese enamorado de La Pulpera, viola en mano, el «Payador más horquero», fue para mí un juglar militante y tan fuertemente identificado con la causa, quien era capaz de ahorcar a los salvajes e impíos unitarios.
Con el tiempo llegaron las letras cambiadas por sentido de humor, pero ya entraría en otro terreno una temática satírica que no viene al caso ahora. Heredé eso de Pichino y un par de tíos maternos, quienes sobre todo en las recenas de navidades solían transformar letras y ritmos sin respeto a nada ni a nadie del tango cantado y eso que lo amaban de un modo tremendo. A tal punto que Pichino echó de casa a un viejo amigo, quien de joven osaba ya escuchar a Piazzolla y comentó su afición en casa, comiendo pizza de mi vieja Amanda, en tono de empatizar como algo normal que Astor fuera tango. ¡Adiós que no ni no con el Libertango! Un tan pasional y secreto «Quedémonos aquí», convertido en «Qué de monos aquí» y mutando los estribillos a murga porteña con bombo sampleado en un balde vibrando, acentuado en los versos: «Se despierta la mañana y tengo ganas…»; trasladado a una sensual indiscreción del deseo a fornicar en sí. Luego llegaron el elocuente y barrial: «Me dolía el arrabal». El vegetariano amoroso: «¡Que palta que me hacés!». O el exegeta del vicio como condimento al mítico ambiente del tango: “Chiquilín del bochín, dame un gramo de vos…”.
En complicidad con las anglicidades reinantes contemporáneas, el tango sugeriría acaso un sitio de acoso, que habita en zona céntrica: “El bullying de la calle Ayacucho”.
Bueno, sepa perdonar querida persona lectora. No sé cómo pasé de una cabeceada de tren al tango y a mi familia. Tal vez todo esté combinado al compás de alguna estación a prueba de ramales cerrados en la memoria. O todo fuera como mentara Borges sobre aquél ave, el «Goofus Byrd», que siempre vuela para atrás sin importarle adónde va, o simplemente quise expresar esa reminiscencia de sentir siempre nostalgia de lo que ayer presumía por mañana. En todo caso, el tema es el viaje propio en el tiempo, un volver cabeceando permanente, el asombro de una esquina sin luz a la que se llega solamente bajo la luna en sangre y su emoción, el anticipo del final que Homero Manzi siempre escribiera antes o después de colgar un teléfono evasivo…
Besos de esquina y abrazos de cancha. «
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