A 50 años de su muerte, su legado resuena como nunca. Desde "María" hasta "La última curda", Castillo transformó el dolor en arte y la ciudad en verso. Sus creaciones fueron interpretadas por las mejores orquestas y cantores de tango, y admiradas en todo el mundo.

Su padre, José González Castillo, dramaturgo y letrista con ideas anarquistas, quiso inscribir al niño con un nombre singular -“Descanso Dominical González Castillo”- en una anécdota temprana del aura literaria-disidente que rodeó a Cátulo desde muy joven. A los pocos años la familia debió exiliarse en Chile por motivos políticos; fue ahí, entre la melancolía del Pacífico y el recuerdo porteño, donde Cátulo empezó a forjar su oído para el tango y la poesía.
A los diecisiete años compuso lo que se considera su primer gran tango, Organito de la tarde, cuya letra firmó su padre y que obtuvo el tercer premio en el concurso de Max Glücksmann en 1924-25. En esos versos se escuchan ya las claves de su universo: “Al paso tardo de un pobre viejo / puebla de notas el arrabal…” evoca un arrabal que agoniza, un viejo organito como testigo de la ciudad que se va.
De allí en más, Castillo transitó el puente entre la música y la literatura, primero como compositor y luego mayormente como letrista. Durante los años treinta abandonó -o al menos redujo- su labor como músico de orquesta para volcarse al verso y al tango en su dimensión más sentida.
Su colaboración más célebre quizá es con Aníbal Troilo, con quien firmó tangos emblemáticos como «María» (1945) -“Acaso te llamaras solamente María… / no sé si eras el eco de una vieja canción…”-, plena de nostalgia y pérdida. También «La última curda» pone en clave tanguera la caída, la noche que todo lo consume y el alcohol que aparece como catarsis: uno de los temas que anudan su poesía con la de la ciudad.
Castillo va tejiendo una poética del adiós: la palabra “último” aparece en varios títulos, como testimonio de ese desfile de despedidas que atraviesan sus letras, donde la compasión por los que padecen y el recurso al alcohol como fuga están siempre al margen. Su estilo se acerca más al de Enrique Cadícamo que al de Homero Manzi: sin retórica exuberante, sin ascenso épico, pero con una hondura que inscribe al tango en el siglo XX argentino.
Cátulo Castillo no escribió para el salón elegante ni para el lucimiento técnico. Su universo es el bar de madrugada con luz mortecina, la noche que se extingue en el café, el arrabal que se confunde con la clase media que emerge. En «Tinta roja» dibuja la herida de la tinta sobre el viejo papel y el gris del ayer. En Caserón de tejas revive el caserón que ya no es, símbolo de una urbanidad que se va derrumbando. En Café de los Angelitos, evoca aquel mítico café porteño donde se cruzaban tangos, bohemia y política.
Su obra está llena de memorias, de espejos rotos, de luz que baja, de una clase de nostalgia que hoy podemos llamar histórica: ya no estamos en los conventillos de Boedo, pero sus versos siguen resonando en el oído de la ciudad que sabe que vive de su pasado.
Más allá de la pluma, Castillo ocupó cargos relevantes: fue profesor, director del Conservatorio Municipal de Música Manuel de Falla, presidente de SADAIC y de la Comisión Nacional de Cultura durante el gobierno de Juan Domingo Perón. Su militancia cultural y política no era decoración. Su padre había sido anarquista; él participó en la defensa de los derechos de autor y de la canción popular. Esa sensibilidad impregna sus letras: la noche, los olvidados, los que pierden, los que siguen de pie a pesar de todo.
Este 19 de octubre de 2025 se cumplen 50 años de la muerte de Cátulo Castillo, un hito que invita a redescubrir su obra. En un momento en que el tango es visto como arqueología o folklore vetusto, Cátulo nos recuerda que el género no es solo salón ni milonga feliz. Es obra de arte popular que puede contener crítica social, dolor existencial y ciudad con una herida abierta. Sus versos siguen apareciendo en programaciones de radio, en cafés y en nuevas versiones de intérpretes que lo redescubren.
Hoy, cuando la ciudad crece hacia el norte y borra sus marcas de arrabal, el verso de Castillo resuena como testigo: “Yo te encerré en el recuerdo, yo te trencé en la nostalgia…”, de «Se muere de amor». Esa nostalgia no es simple melancolía: es memoria estética, vector político, testimonio de lo que fuimos y quizá ya no somos.
El legado de Cátulo Castillo no es solo un catálogo de tangos que se cantan o bailan. Es una ética de la canción. Es la afirmación de que el tango puede pensar, puede decir, puede escarbar. Es la certeza de que la ciudad y sus fantasmas son un tema digno de poesía. Y es, también, un método: escribir desde el barrio, desde el dolor, desde la esperanza que nos queda cuando todo lo demás se va.
Cuando escuchamos María, o la curda final de La última curda, reconocemos que Cátulo sabía que el final no era un destino sino una condición permanente de la ciudad. Y por eso, “último” no es derrota sino testimonio.
En ese sentido, el hombre que quiso llamarse Descanso Dominical era, paradójicamente, un agitador de la nostalgia, un denunciante del progreso que borra el conventillo y un maestro de la pena y la revuelta en clave de bandoneón. Su obra y su legado siguen vivos. Y mientras haya un bar donde suene el tango, Cátulo seguirá allí, recordándonos que la ciudad no es solo lo que fue, sino lo que todavía duele que sea.
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