Cavallo ahonda las fracturas

Por: Randy Stagnaro

Domingo Cavallo ingresó al gobierno de Fernando de la Rúa para sacarlo del marasmo político y económico. Sin embargo, ya en sus primeros pasos se puso en evidencia que no podría cumplir esa tarea.

El ingreso de Domingo Cavallo al gabinete de Fernando de la Rúa, en marzo de 2001, tenía dos objetivos urgentes que debían lograrse en simultáneo: de un lado, recuperar la marcha de la economía; del otro, dotar al exánime gobierno de la Alianza de una mayor capacidad política para gobernar. El fracaso en ambos objetivos determinó tanto el fin de la convertibilidad como del gobierno de De la Rúa.

El derrotero de las decisiones económicas de Cavallo muestra una incesante improvisación a fin de ganar tiempo. Arrancó con un pedido de superpoderes al Congreso, que incluyó la instauración de un nuevo tributo, el impuesto al cheque, que se creó con límites concretos mientras durara la emergencia. Veinte años después, sigue vigente. A fines de marzo, el Congreso sancionó los superpoderes y el nuevo impuesto.

Pero Cavallo agregó ruido: promovió un debate para ampliar la convertibilidad y sumar al recientemente creado euro al dólar en la equivalencia con el peso. Se trató de un tema que confundió a oficialistas y opositores, aunque para muchos se trataba del primer paso de Cavallo hacia el desmontaje de la convertibilidad.

En abril, Cavallo presentó sus “planes de competitividad”, que se componían, básicamente, de dinero estatal en distintos sectores de la economía (Cavallo llegó a decir que “todos los sectores” tendrían su plan específico) para impulsar la oferta. En aquella época, Cavallo decía de sí mismo que era un economista “heterodoxo”, que no le interesaba el ajuste y sí sacar adelante la economía. La movida fue saludada con un caluroso aplauso de los sectores patronales industriales y la “expectativa” de las centrales sindicales, la CGT y la CTA.

El argumento era curioso: la reducción de costos permitiría colocar bienes y servicios más baratos en el mercado, lo que significaría una mejora del poder de compra de la población y ello movería la rueda de la actividad económica, y con ello se saldría del déficit al cobrar más impuestos.

Los planes de competitividad generaron un nuevo debate. Los defensores de la convertibilidad (bancos, fondos de jubilación, el mundo financiero en general, las privatizadas) y sus portavoces (los economistas y políticos más vinculados al establishment económico) atacaron el nuevo dogma de Cavallo y exigieron la alteración de los términos: eliminar el déficit por medio de un ajuste era la condición necesaria para el crecimiento.

Ninguno de los dos bandos miraba lo esencial: la economía argentina ya había entrado en una depresión por la falta de inversiones, privadas y públicas, al punto que se calculaba que para ese momento el país estaba consumiendo capital bruto. La caída incesante de la producción industrial era una muestra: a principios de 2001 la actividad fabril estaba en el mismo nivel que en 1993, ocho años atrás. Ello era la causa del derrumbe de la demanda, es decir, no había mercado interno que pudiera absorber la producción más allá del valor que ésta tuviera. Al elevado nivel de desempleo, en torno del 15% en aquel momento, se sumaban el trabajo en negro y la caída general de los ingresos, especialmente de los asalariados estatales (de la nación, las provincias y los municipios) y de los jubilados. Ese cuadro empeoraba con un déficit fiscal galopante impulsado por el pago de los intereses de la deuda pública que se hacía cada vez más pesada porque las nuevas emisiones se hacían a tasas de usura, por encima del 10% anual.

La gran patronal argentina aplaudía los planes de competitividad pero no creía en ellos. Seguía retirando sus depósitos en pesos para transformarlos en dólares y fugarlos al exterior. El año cerraría con U$S 29.000 millones fugados, la gran mayoría por empresas. Y además de no invertir, tampoco pagaba impuestos. Si bien la caída constante de la recaudación respondía al derrumbe de la actividad económica, también impactaba la retención indebida del IVA, transformado en el tributo esencial del fisco. En marzo de 2001, el derrumbe de la recaudación fue de casi el 13% respecto del mismo mes del año 2000, pero la del IVA fue de casi el 20%. Esa proporción se mantendría el resto del año. A ello se le sumaba la incredulidad de los especuladores e inversores, que seguían desprendiéndose de bonos argentinos, llevando el riesgo país a niveles cercanos a los 1000 puntos, todo un récord para la época.

El déficit fiscal por el pago de la deuda derivaba en un incremento de la deuda a tasas cada vez mayores, lo que a su turno incrementaba el déficit y obligaba a tomar más deuda. Los acreedores exigían una solución política, pero la derrota de Ricardo López Murphy y su plan de ajuste pusieron de relieve que no había una conducción política que pudiera llevar a fondo ese plan. El ingreso de Cavallo al gobierno no cambió la situación en nada.

Sin unidad

Uno de los requisitos que puso Cavallo para ingresar al gobierno de la Alianza fue que se generara un gobierno de unidad nacional. Todos debían dejar los pies en el plato. Sin embargo, su llegada no hizo más que avivar las diferencias. El bloque del Frepaso en Diputados se dividió, un sector de los radicales se alejó de su gobierno, el peronismo se fracturó en pequeñas tribus bajo el mando de sus respectivos gobernadores. Acción para la República, el partido de Cavallo, no se integró formalmente al oficialismo. La fragilidad del régimen político se hizo evidente.

Las rupturas le sacaron aire a un plan que tenía Cavallo. Sus operadores habían comenzado a impulsar la idea de que en las próximas elecciones de octubre se eligiera también vicepresidente, cargo que estaba vacante desde la renuncia de Carlos Chacho Álvarez, en octubre de 2000. Cavallo ganaría ese cargo y desde allí vería el camino a seguir en función de lo que sucediera con su plan económico, ruta que incluía la posibilidad de reemplazar a De la Rúa antes de 2003, cuando vencía el mandato presidencial.

De hecho, Cavallo logró que el Congreso votase los superpoderes después de repartir a diestra y siniestra compromisos de gasto público, lo que fomentó a su vez las divisiones previas. El peronismo de Córdoba lo respaldó y el de Santa Fe lo rechazó y la causa de esos comportamientos disímiles era la diferente magnitud de esas promesas de más fondos.

Las divisiones dentro de cada agrupación marcaban la dificultad que enfrentaría el conjunto del régimen de la convertibilidad para avanzar hacia un equilibrio, por precario que fuera. Como contrapartida, las fuerzas que reclamaban una salida de la convertibilidad ganaron fuerza y comenzaron a animarse a hacerlo público, como los pequeños industriales en abril. El operativo Cavallo hacía agua ni bien se puso a andar.

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