Siendo enviada especial en tiempos de la disolución de la Unión Soviética, Telma Luzzani ilustró aquellos momentos históricos que en la actualidad vuelven a tener relevancia.
No mentía el mandatario ruso, según lo pudo atestiguar la periodista argentina Telma Luzzani, que el sábado 25 de enero de 1992, hace poquito más de 30 años, publicó este texto como enviada especial para registrar aquellos momentos determinantes para la humanidad, que repentinamente vuelven a tener vigencia. Este es el capítulo en su reciente libro Crónicas del fin de una era.
El espía y el embajador
En los últimos meses de 1991, las grietas en la URSS se expandían incontroladas y extremadamente veloces como en la superficie semicongelada del hielo en primavera. ¿Cuánto faltaba para que todo se hundiera en el abismo? Imposible saberlo. Mientras tanto cada quién eligió opciones para atravesar las encrucijadas de la vida cotidiana y seguir adelante.
Algunas de esas decisiones fueron nefastas, escandalosas y casi suicidas, como la que vivió el embajador norteamericano en Moscú, Robert Schwarz Strauss, en el edificio Lubianka, como se llama popularmente, no sin terror, al cuartel general de la KGB [1]. Días después, Strauss lo contó a un grupo de periodistas y The New York Times lo publicó el 14 de diciembre de 1991. [2]
Lubianka es un contundente palacio neobarroco, de fachada amarilla con cornisas color terracota. La parte inferior es de piedra gris oscuro y vista desde la Novaya Ploschad –el maravilloso conjunto arquitectónico pegado al Hotel Metropol, el Teatro Bolshoi y la Plaza Roja– hace el efecto de un zócalo gigantesco.
El edificio fue construido en 1898 para ser la sede central de la Compañía de Seguros de Rusia; expropiado luego durante la Revolución de Octubre y destinado a ser la sede de la Cheka, primera agencia de inteligencia soviética y antecesora de la KGB.
Por muchas razones, la mayoría asociadas a historias macabras de torturas, desapariciones y muerte de opositores políticos, Lubianka es uno de los lugares emblemáticos de Moscú. Desde las ventanas del tercer piso, donde se encontraba el embajador Strauss aquel gélido día de diciembre, puede verse una placita triangular – también llamada Lubianka- que exhibe un pedestal vacío. Hasta hace cinco meses, el monumento completo mostraba la figura en bronce del creador de la Cheka, Félix Dzerzhinski, un polaco bolchevique que la dirigió hasta su muerte en julio de 1926. Durante el golpe fallido de agosto contra Gorbachov, el odio popular contra la KGB se expresó, sin reparos, en el derribo de la estatua de Dzerzhinski.
El embajador Strauss había ido a Lubianka para un encuentro de rutina con el nuevo director de la KGB, Vadim Viktorovich Bakatin, nombrado por Gorbachov el 23 de agosto, poco después de ordenar la cárcel para el antecesor, Vladimir Kriuchkov, por haber tenido un papel medular en el intento de golpe para derrocarlo.
Cuando entró al edificio, el norteamericano no imaginaba que la reunión estaba muy lejos de ser un encuentro rutinario.
–¡Es lo más impactante que me ha sucedido en la vida!–, dijo luego el diplomático quien, con más de medio siglo de carrera política, si de algo podía jactarse era de haber tenido muchos momentos de gran intensidad.
Bakatin, el nuevo director de la KGB, es un hombre apuesto, con una sólida experiencia política y no pocas distinciones patrióticas. Es ingeniero civil por la Universidad de Novosibirsk, y cientista político por la Academia de Ciencias Sociales de la URSS. En 1987 recibió la Medalla de la Orden de Lenin, la segunda en importancia en la URSS y la más alta condecoración para un civil. Fue parte del Comité Central del Partido Comunista y ministro del Interior (también nombrado por Gorbachov). Ahora, en momentos de cambios turbulentos, fue designado jefe máximo de la KGB con la paradójica misión de desmantelarla y “crear una agencia de seguridad acorde a las nuevas épocas”.
¿Qué podía entenderse por “nuevas épocas” en un país donde todo lo conocido se derrumbaba de manera tan impredecible que no daba tiempo a la comprensión? Bakatin había creído encontrar una respuesta. Su caso tiene algo similar al de Gorbachov. Fue el último director de la KGB así como su jefe fue el último presidente soviético. Ambos actuaron con exceso de ingenuidad o de impericia (en el mejor de los casos) y la memoria popular les ha reservado –más a Bakatin que a Gorbachov– el lugar de los traidores.
“Hay algo que quiero darle”, le dijo Bakatin a Strauss, cuando ambos estuvieron solos en la oficina de Lubianka-. “Creo que va a ser útil. Es algo que debe hacerse”.
Y sucedió lo inesperado. Según el relato del norteamericano, Bakatin abrió su caja fuerte, sacó una carpeta muy voluminosa y un maletín y le dijo: “Embajador: estos son los planos que revelan cómo su embajada era espiada por nosotros y éstos –dijo abriendo el maletín lleno de dispositivos de alta tecnología y equipos electrónicos– son los instrumentos que usamos. Quiero entregárselas a su gobierno, sin condiciones”. ¡Sin condiciones!
Obviamente, la KGB nunca había admitido ningún tipo de pinchadura y menos aún que todo el edificio de la embajada era un gigantesco micrófono capaz de recibir y transmitir toda la información secreta. ¿Por qué Bakatim decidió cometer semejante traición? ¿Por qué revelarle al embajador del que fue un país rival durante medio siglo las claves más valiosas de la inteligencia soviética?
Bakatin no solo admitió que la URSS los espiaba, sino que les regaló todos los secretos y las formas en cómo lo habían llevado a cabo, hasta el más mínimo detalle, a cambio de nada. Una cooperación que fue de gran ayuda para la Casa Blanca y que Washington estaban a años luz de descubrir.
Tiempo después, Bakatin intentó argumentar que con esa decisión no había perjudicado a Rusia, pero para sus compatriotas fue sencillamente una “traición sin precedentes”.
[1] Siglas en ruso del Comité para la Seguridad del Estado.
[2] “Soviet Dasarray; KGB passes secrets back to US”, The New York Times, 14th. December 1991.
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