
Como en todo acto político, se habló de los temas de agenda. Los discursos de Alberto Fernández y Cristina Kirchner confirmaron, con todos los matices que el lenguaje político admite, la posición más importante de la coyuntura: que la Argentina va a cerrar el acuerdo con el FMI, y que el tesoro va a pagar en dólares. Cristina habló de paraísos fiscales y Alberto de los objetivos sociales, pero ambos dejaron en claro que se va a desembolsar. “Somos los que siempre pagan las deudas que nos dejan”, agregó el presidente. La escenografía con Lula y Pepe era la más oportuna, porque ellos son representantes de la corriente “progresista moderada” de la política suramericana del siglo XXI.
Durante sus presidencias, Brasil y Uruguay invirtieron en nuevas políticas sociales y empujaron reformas políticas progresistas, pero no se revisaron las bases de la economía de mercado ni se dejó de pagar un solo vencimiento de deuda pública. En aquellos años recientes, dos de cada tres países suramericanos tenían gobiernos progresistas o populistas, todos ellos críticos dentro de sus países de las políticas liberales de los 90, y solidarios entre sí en la política regional, pero con diferentes intensidades en su crítica del liberalismo. Brasil y Uruguay, y para algunos también el Chile de Bachelet, eran la vía progresista moderada; Venezuela y Bolivia iban más lejos, eran revisionistas que criticaban a Estados Unidos, estatizaban empresas, reformaban constituciones y reelegían en forma indefinida. “¿Y dónde se ubica allí el cristinismo-kirchnerismo?”, se preguntaban todos. La mayoría de las respuestas tendían a ponerlo en un lugar intermedio entre el progresismo moderado de Lula y el Frente Amplio, y el revisionismo de Chávez y Morales. De esa geometría imaginaria nació una de las frases más fuertes de la época: “ir hacia Venezuela”. Significaba, palabras más o menos, que Argentina dejaba de pendular entre ambos puntos, y se inclinaba decididamente hacia uno de ellos. Pues bien: el acto de ayer confirmó que, si se repitiera la pregunta de hace diez años, la Argentina del Frente de Todos resolvió ir hacia Lula-Pepe.
¿Se había repetido la pregunta? En alguna medida, sí. Después de las elecciones del 14 de noviembre, y durante quince días consecutivos, los bonos argentinos en dólares comenzaron a caer fuertemente. Se había instalado en el mundo de las finanzas que Argentina se alejaba del acuerdo con el FMI, lo que ponía al país en una nueva situación de default. La idea que sobrevolaba era que un peronismo derrotado en las urnas iba a sufrir una crisis interna, y que en ese contexto no podría ponerle el pecho a la firma con el Fondo. Los bonos, de hecho, llegaron a precio de bancarrota. Hasta que llegó, a fines de mes, cual casete de Madrid, la nueva carta de Cristina Kirchner en facebook despejó las dudas. Esta vez, les pedía a los opositores que se peinen para la foto, porque el acuerdo se iba a firmar y la cara la tendríamos que poner todos. Desde ese momento, los bonos comenzaron a subir nuevamente, hasta recuperar casi todo el valor perdido. Los que compraron en el punto más bajo hicieron negocio.
El gobierno apuesta a que la recuperación también se dé en el plano político, y por eso le subió el precio a su propia celebración. Los dos años que pasaron fueron malos, y así y todo la derrota fue digna. Y el Frente sigue mantiene unido. Todo eso, después de todo, no se ve tan mal: pudo ser peor.
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