De terror

Por: Ricardo Gotta

Martes 17 de marzo de 1992. Estupor. Atentado a la Embajada Israelí en Argentina: 22 muertos y 250 heridos. Lunes 18 de julio de 1994. Espanto. Ataque a la sede porteña de la AMIA: 85 fallecidos y más de 300 heridos. Una trama feroz de ocultamientos, intereses y complicidades embarraron la investigación e impiden los esclarecimientos.

Cuando este periodista enviaba los últimos despachos de su cobertura en el Mundial EE UU ’94, finalizado horas antes, se comunicó con Buenos Aires y recibió la noticia del atentado a la mutual judía por la voz estremecida y abrumada de su compañera. Un mes antes, acompañaba a la Selección en la gira previa a la Copa y la locura de los viajes hizo que decidiera dormitar en una sala de pasajeros del Aeropuerto Ben Gurión de Tel Aviv, a la espera de un vuelo que lo llevara a Viena, para seguir con el raid. Lo despertaron dos jóvenes, rubios, gigantes, marciales, que reclamaban con ímpetu lo que el idioma no permitía comprender. Revisaron todo el equipaje, minuciosamente. Hasta le requirieron la traducción de los despachos escritos en una vieja Lettera 22 (la Web era demasiado incipiente) y ni qué hablar cuando le inquirieron por qué llevaba unas latas de bebidas vacías que acrecentarían su colección. La fantasía de un error, de una mera confusión en la comunicación que lo hiciera pasar por un terrorista, se apoderó del reportero: un insoportable terror que sólo se disipó cuando un tercer guardia, finalizada la infartante requisa, se disculpó y explicó que el israelí era un «pueblo de paz, pero que había gente que no lo quería».

Esa huella jamás se borraría de la memoria, de la epidermis de ese periodista que 25 años después recordaría ese episodio, personal, único, si se quiere insignificante frente a otros ajenos.

Lo recordó el último martes 2 de abril. Detuvieron en Córdoba a una pareja de chilenos, Felipe Zegers y Gabriela Medrani Viteri, acusados de terrorismo: les hicieron detonar un bolso, supuestamente repleto de explosivos. En realidad era un parlante que trajeron para emitir mensajes en lenguaje inclusivo en la performance «Malas Lenguas» del Congreso de la Lengua…

Lo recordó ese mismo día al recibir la noticia de que un grupo de futbolistas pakistaníes de futsal que arribaban para el Mundial de Misiones fueron retenidos varias horas en el aeropuerto de Ezeiza, para luego ser deportados, al negárseles la visa «por un tema de seguridad nacional». A pesar de que la Embajada Argentina en Islamabad a cargo de Iván Ivanissevich admitiera un error propio. Tal vez una simple charla con su colega Ayaz Muhammas Khan (pakistaní en Buenos Aires) lo habría resuelto. Pero el jefe de la delegación, Malik Adnan, no sólo se quejó por el trato descortés sino que deslizó que nada fue un error… Ocurrió en el mismo país que durante el Mundial 78 recibió a jugadores iraníes y las revistas cómplices de aquella siniestra dictadura se vanagloriaban de la hospitalidad nacional.

Lo recordó cuando escuchó a Mariana Pajón, 27 años, de Medellín, múltiple campeona olímpica y del mundo en la disciplina ciclística BMX Supercross. Llegaba al aeropuerto de Mendoza para participar de una carrera en San Juan que la pusiera en camino de los JJ OO de Tokio 2020. Vestía ropa deportiva y gorrito. ¿Su «facha» motivó la «confusión»? ¿Y el trato que calificó de «desmedido y agresivo»? Le arrebataron maletas y le retuvieron las bicis, con el argumento insólito de que las traía «para venderlas» y «sin permiso de importación». Su respuesta fue: «Nos quedaremos y les demostraremos lo buenos que somos los colombianos». Sucedió en el mismo país que meses antes albergó los Juegos de la Juventud que, como otros, tienen pendiente la aclaratoria de cuentas que no cierran.

Lo recordó hace unas semanas cuando leyó que se activó el protocolo de seguridad del aeropuerto Jorge Newbery porque la PSA confundió una bolsa olvidada por un pasajero que iba a Neuquén: era un juego de sábanas, no un explosivo.

Lo había recordado en noviembre pasado. Aún no había trascurrido la Cumbre del G20. No habían militarizado el país a cuenta de otros, ni clausurado el centro porteño para una fiesta ajena, ni admitido la injerencia explícita de fuerzas de seguridad y espías internacionales a expensas de las nacionales. Sí, ya se habían gastado fortunas millonarias en fierros para control y represión. Sí, ya se sumaban papelones y actings ridículos a la lista de Patricia Bullrich y compañía, que ya habían tenido bastante con los sucesos con los mapuches o con los iraníes, los ejemplos más frescos….

Sí, el G20 ya generaba la histeria que, entre otros episodios, llevó a la detención de Kevin Gamal y Axel Abraham Salomón, de 25 y 23 años, dos argentinos de la comunidad musulmana local, la mayor de América Latina. Una denuncia estrafalaria de la DAIA que se hizo eco de un mail anónimo desató la locura. «Somos musulmanes, no terroristas», se defendían los padres desgarrados de dolor. “»etienen a dos adherentes de Hezbollah con un arsenal en Floresta», tituló Perfil, espejo tétrico de otros medios. El arsenal: unos oxidados rifles heredados del bisabuelo y un racimo de municiones. Sugirieron videos de entrenamiento guerrillero en el Líbano: sólo pudieron demostrar cuatro viajes familiares para visitar paisanos, y el «sospechoso» paso por varios países del Medio Oriente árabe, alguno como escala… Tras 21 días en prisión fueron liberados el 4 de diciembre, tres días después de que la Cumbre del G20 bajara los telones del show.

Paradójicamente, el mismo martes 2 se supo que ambos fueron sobreseídos. Pero perdieron el trabajo y un año de facultad. «Y nos quedó el terror en el alma». En la cárcel los llamaban «bombita». Es lo de menos. En la casa de la calle Chivilcoy, la nietita todos los días le pregunta al abuelo, aterrada, si volverán los señores que derribaron las puertas, aun las que estaban abiertas de par en par. La DAIA que los denunció, esta semana tuiteó: «La asamblea general de la ONU adoptó una resolución que condena la islamofobia y el antisemitismo».

En fin, la lista de papelones ni siquiera provoca un respiro risueño entre semejante descalabro emocional, económico, social, político. Llama la atención, en realidad, su recurrencia, lo que inspira la certeza de que estamos en peligro. Fundamentalmente porque son de terror.

O tal vez la inquietud se deba a que, como describió con su habitual acidez el inefable Adrián Stoppelman, los agentes de inteligencia, en lugar de monitorear la seguridad, están ocupados en monitorear a quienes puedan extorsionar… «

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