Es que marzo 2020-marzo 2021 fue el año del fin de las costumbres a las que estábamos tan habituados. Tuvimos que cambiar sobre la marcha, improvisar, apostar a nuevas prácticas y experiencias de vida. Y hasta cambió el rito de la muerte, las reglas de la despedida a los queridos y los modos de encarar el duelo. Los abrazos y los besos en general, y particularmente el sexo, quedaron excluidos de la lista de esenciales. Lo vecino se distanció; lo inmediato se convirtió en desdichada lejanía y lo más próximo en dolorosa separación. No hubo IFE o ATP que valgan para acercamientos sustitutos. Las cabezas se transformaron en burbujas mentales y el contacto físico en elementales codazos, choque de puñitos o pura imaginación.
Más allá de descerebrados y conspiranoides extremos que se propusieron jodernos y por momentos lo consiguieron, la mayoría cumplimos con los razonables requisitos del confinamiento consentido. A altísimos costos pusimos en suspenso todo lo conocido y apreciado convirtiéndolo en lejano y remoto y retiramos el cuerpo de trabajos y estudios, de cines y teatros, de estadios de fútbol y movilizaciones políticas. Pensamos (pedazo de optimistas) que esto que tanto nos angustia comenzaría a ser solo un mal recuerdo con la llegada de la vacuna, que el mal talante trocaría en emoji sonriente apenas sintiéramos el pinchazo de la primera dosis. Y ni hablar, después de la segunda. Pero los riesgos continúan. La existencia, para nada virtual, de una segunda ola del mal explicada desde cepas diferentes, tan riesgosas, o más, que la primera, sigue disparando tremendos costos humanos y renueva los efectos sociales, psicológicos y económicos de la enfermedad. A tal punto que algunos expertos ya extendieron la fecha de iniciación de la post pandemia para el 2024. O sea, un plazo que en la intimidad llamaríamos con una sonrisa “el año del pedo”. Entre lo acumulable, tengo para mí que, también la pandemia ayudó a borrar del mapa mundial a Trump, aunque todavía quede el desagradable de Bolsonaro y tengamos que soportar a los opositores de aquí dispuestos a ahondar la grieta y a inventar todos los daños posibles.
Entre tristezas inevitables y pensamientos pesimistas, quedó un espacio para la esperanza, para la ilusión, para revolear el ánimo hacia arriba. En el marco de la imposibilidad de estar juntos, hubo, y esto debe celebrarse, hechos positivos, reinvenciones, acciones colectivas que despertaron el entusiasmo de Juan Carr cuando dijo que “vivimos un momento de gloria de la cultura solidaria”. Sostiene Luis Alberto Quevedo, director de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (la FLACSO) que, «posiblemente, en un futuro muchos de estos casos, deban ser estudiados por la sociología de los afectos o de las emociones, un existente y en pleno desarrollo que entiende que la vida de las personas no solo la determinan las condiciones materiales de existencia y /o los modos de producción en los que están insertos, sino también están influidas por sus vínculos sociales y religiosos así como por los entornos culturales e ideológicos en que viven, piensan y se emocionan». Mientras tanto el sociólogo y profesor de la Universidad de Yale, Nicholas Christakis, considerado como uno de los cien mayores pensadores del mundo actual, escribió el libro La flecha de Apolo (el impacto profundo y duradero del coronavirus) en el que afirma que “después de la pandemia puede llegar una época que replique el clima de los años locos de 1920”. Su hipótesis sostiene que “cada vez que una pandemia concluye sobreviene una especie de fiesta. Y eso viene ocurriendo en los últimos dos mil años”. Mucho me gustaría probar un poco de lo que le recetaron y tan extraordinario efecto le hace al buen Christakis.
Respecto a la abrazemia (que también podría escribirse abracemia) me apunta la médica infectóloga Liliana Lorenzo que, aunque el padecimiento existe todavía no fue desarrollado o publicado en alguna bibliografía médica existente. Pero a este ritmo no hay que perder las esperanzas. «
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