Los debates en torno a la desmanicomialización y la importancia de contar con políticas de salud mental.

La desmanicomialización no fracasa por falta de ley. Fracasa por falta de voluntad. Lo que ocurre en la Ciudad es, en el fondo, la puesta en escena de un viejo hábito estatal: declarar principios nobles mientras se sostienen prácticas que los contradicen. La normativa de salud mental nació para romper con la lógica del encierro, para reemplazar instituciones que despojan a las personas de su historia, su voz y su ciudadanía. Sin embargo, los hospitales generales siguen sin tener camas suficientes, sin guardias preparadas, sin equipos interdisciplinarios estables. Se repite, casi como un mantra cruel, que “no hay dispositivos”, como si la ausencia de estructura fuera una fatalidad natural y no una decisión política sostenida.
No es casual que muchos usuarios permanezcan horas -a veces meses- en guardias colapsadas, sin rumbo clínico y sin contención emocional. Tampoco es casual que las derivaciones desde la provincia sean rechazadas por cuestiones de jurisdicción, como si el sufrimiento pudiera dividirse por fronteras administrativas. La consecuencia es siempre la misma: personas que quedan a la intemperie, expulsadas del sistema, en el umbral de un hospital o directamente en la calle. Ninguna ley puede prosperar en un territorio donde la exclusión se normaliza bajo la forma de trámites, expedientes y silencios institucionales.
A esta altura, la discusión no gira en torno a si la ley es buena o mala. La discusión es si estamos dispuestos a cumplirla. Desmanicomializar no es cerrar edificios: es abrir redes. Es crear casas de medio camino, fortalecer equipos en territorio, garantizar tratamientos ambulatorios que no se corten por la rotación de profesionales, construir consensos interjurisdiccionales que dejen de tratar a las personas como paquetes que “no corresponden”. Requiere invertir, planificar, sostener políticas públicas que incomodan porque obligan a dejar atrás un modelo que funcionó -mal, pero funcionó- durante décadas.
El encierro sigue apareciendo como una salida rápida cuando todo lo demás falla. Y lo demás falla porque nunca se construyó lo necesario para que funcione. Se pretende que la comunidad responda sin haberle dado herramientas, que el sistema general absorba sin haber sido preparado, que los efectores intervengan sin haber sido fortalecidos. Así, el manicomio -aunque se lo renombre, se lo pinte o se lo maquille- continúa siendo un refugio estatal para la desidia.
No apoyar la ley por sus incumplimientos sería un error. Precisamente porque se la incumple es que hay que defenderla. En su letra está la garantía de derechos, la dignidad como principio rector, el reconocimiento de que nadie debe ser reducido a su padecimiento ni condenado a vivir bajo vigilancia perpetua. La normativa expresa un horizonte ético que no podemos abandonar: el de un Estado presente, sensible a las vulnerabilidades, capaz de construir comunidades que contengan en lugar de expulsar.
Lo que falta no es una reforma normativa: lo que falta es coraje político. Coraje para destinar recursos donde históricamente hubo indiferencia, para asumir que el encierro no cura, que la calle tampoco, que la dignidad es un derecho y no un premio. Cumplir la ley no debería ser una épica; debería ser lo mínimo. Pero si seguimos sin transformar la estructura que sostiene al manicomio como respuesta automática, entonces la deuda será siempre la misma: no con un texto jurídico, sino con las personas que esperan -y merecen- otra forma de ser miradas.
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