Destino

Por: Mónica López Ocón

Yo ya había comprobado por mis propios medios que algunos destinos estaban congestionados porque eran demasiados los que se amontonaban a los codazos en la sala de espera de la riqueza y la fama.

“El destino que intenta alcanzar se encuentra congestionado”.

Cuando por primera vez escuché esta frase que una metálica voz femenina volcaba palabra a palabra en mi oído derecho, creí que estaba muerta. O casi. Era como si dijera “hasta aquí llegaste”. Nunca pensé que la privatización de ENTel realizada por Menem incluyera la voz de la mismísima muerte anunciándole a cada abonado a su turno que no tendría otro destino que aquél al que había llegado en el momento de levantar el tubo y “discar”, una palabra que está muerta. O casi.

Yo ya había comprobado por mis propios medios que algunos destinos estaban congestionados porque eran demasiados los que se amontonaban a los codazos en la sala de espera de la riqueza y la fama, pero no pensé que un destinito de morondanga como llamar por teléfono y lograr comunicarme también estuviera vedado para mí. Si mi vida había llegado sólo hasta ese punto, mi proyecto vital no tenía futuro alguno. Yo ya no era una persona viable, como un político dijo que no lo es la Argentina. 

Pero la voz con puñal me mató tan mal, que seguí discando. Evidentemente, lograba un golpe de efecto al anunciar por teléfono la muerte del abonado, su último destino, pero como profeta era un verdadero fracaso, es decir que su destino de adivina estaba realmente congestionado.  O es que acaso el destino no exista, aunque  desde tiempos inmemoriales tanta gente haya intentado adivinarlo y algunos hayan logrado, incluso, montar un buen negocio, es decir asegurarse un próspero destino adivinando el destino.

Entre los etruscos, el arúspice leía el destino en las vísceras de un animal sacrificado. Entre los romanos, era el augur el que lo leía no sólo en las entrañas de los animales, sino también en el vuelo de las aves, en las señales del cielo  y en cuanto fenómeno se prestara a ser leído. La enorme poeta que fue Olga Orozco lo leía en los textos enigmáticos de los astros y a partir de esa lectura escribía el horóscopo de Clarín bajo el seudónimo de Canopus, que es el nombre de la estrella más brillante. Había nacido “con sol en Piscis y ascendente en Acuario”.

Conozco a varias personas que leen el destino en la borra del café y algunas, en una actitud nacional y popular, hacen la traducción al mate cocido. Otras, lo leen en las cartas del tarot. No sé si el destino final, o por lo menos el destino inmediato, están cifrados allí, pero en la singularidad de su belleza las  figuras de las 78 cartas ejercen una fascinación extraña. Ítalo Calvino escribió El castillo de los destinos cruzados basándose en dos tarots diferentes: el Visconti-Sforza,  pintado a mediados del siglo XV  por el artista Bonifacio Bembo a pedido de Francesco Sforza  y el de Marsella, cuyo destino fue convertirse en el más popular y conocido, pero cuyo origen se desconoce porque no hay adivinos del pasado.

Incluso los escépticos debemos admitir que de los métodos adivinatorios del destino se deduce, mal que nos pese, un destino común: los seres humanos estamos destinados –valga la redundancia- a interpretar mensajes, a descifrar la borra de las infusiones, a  atisbar los mensajes estelares, en definitiva, a leer el futuro en el gran libro del mundo. Somos lectores absolutos, omnímodos.

Claro que hay lecturas y lecturas. Una cosa es leer las líneas de la mano, las runas, el péndulo, las cartas, los planetas o cualquier otro elemento que nos revele hacia dónde se encamina nuestra vida de manera inexorable, y otra muy distinta es leer a un escritor incrédulo como Paul Auster: “Yo no creo en el destino –dice-, me parece algo místico. Los griegos decían que no es posible juzgar la vida de una persona hasta que se acaba y es verdad, ocurren muchas cosas ajenas a nuestro control. La suerte y el azar determinan la vida y la muerte”. Es que  “la música del azar” es inquietante, si pensamos que estamos librados a nuestra suerte, que nuestra vida depende de hechos fortuitos, de acontecimientos aleatorios, de mínimas actitudes propias y ajenas capaces de generar un cataclismo, en fin, si pensamos que “la vida es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no tiene ningún sentido”

 Por eso, cada mañana, al despertar, actualizo la vieja discusión filosófica entre el destino y el libre albedrío. ¿Para qué levantarme, encender la computadora y ponerme a teclear esta contratapa? Hace demasiado frío y eso no modificará en absoluto mi destino. Mejor darse vuelta y seguir durmiendo. Pero la frase de Paul Auster resuena en mi conciencia y pienso que quizá quedándome en la cama produzca una catástrofe en mi vida laboral o una tormenta en Arizona, aunque levantándome quizá podría pisar mal y caerme, pero sentándome a escribir podría ocurrir algún hecho extraordinario. En fin, un debate sin solución, como casi todos los debates.

Por suerte, desde la época de la privatización de ENTel a la actualidad,  la tecnología ha logrado minimizar esta controversia filosófica. Hoy, los autos que pedimos a través de una aplicación se valen de un GPS para elegir, así como así, el destino que les indica el pasajero y una señora con voz metálica guía al conductor hasta ese punto. Al llegar,  la voz metálica dice: “Has llegado a tu destino”, que por un momento  es  tanto de él como nuestro, e invariablemente el conductor nos deposita frente a una puerta que puede ser la de la casa de un amigo, la de un cine, la del diario Tiempo Argentino, la de un sanatorio o la de nuestra propia casa.

El problema es que nadie sabe qué se esconde detrás de una puerta cerrada.

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