"Mientras el mundo mira hacia otro lado, se perpetúa una narrativa que justifica el genocidio en Gaza, normaliza la ocupación y silencia las voces que exigen justicia". Columna de opinión.
Desde esta parte del mundo, es imprescindible construir una mirada crítica, occidental pero no cómplice. Una mirada que no crea en pueblos elegidos por Dios ni en Estados fundados sobre supremacías étnicas. Que denuncie sin eufemismos el genocidio en curso, la limpieza étnica, el apartheid y la negación de derechos básicos a millones de personas.
Durante siglos, la relación entre Oriente y Occidente ha estado atravesada por una tensión civilizatoria. Desde las cruzadas hasta los mandatos coloniales posteriores a la Primera Guerra Mundial, Occidente construyó una imagen del “otro oriental” como amenaza o como territorio a redimir. El mandato británico sobre Palestina, la ocupación francesa en Siria o la invasión estadounidense en Irak no fueron hechos aislados, sino parte de una lógica sostenida de dominación legitimada bajo las ideas de civilización, seguridad y orden global.
En este marco, el conflicto entre Israel y Palestina es el resultado de una estructura global que reparte legitimidades, distribuye privilegios y define quién tiene derecho a defenderse y quién no. La narrativa dominante presenta a Israel como bastión de democracia en un desierto de barbarie, mientras reduce a los pueblos árabes a meras categorías de fanáticos y terroristas.
La Nakba de 1948, en la que más de 750.000 palestinos fueron expulsados de sus tierras, no fue una consecuencia colateral de un conflicto, sino un proceso sistemático de limpieza étnica. Hoy, más de siete décadas después, esa lógica sigue vigente. Lo que ocurre en Gaza no es una guerra entre dos Estados. Es la expresión de un régimen colonial que se sostiene mediante ocupación, bloqueo y exterminio progresivo.
En un hecho sin precedentes, el fiscal jefe de la Corte Penal Internacional solicitó en mayo de 2025 la emisión de órdenes de arresto contra el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, y su ministro de Defensa, Yoav Gallant, por crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad cometidos en Gaza desde octubre de 2023.
Entre los cargos presentados figuran el uso del hambre como método de guerra, ataques intencionales contra civiles y exterminio. Aunque la Sala de Cuestiones Preliminares de la CPI aún no ha aprobado la solicitud, este paso marca un hito histórico, al equiparar la conducta del Estado israelí con violaciones graves del derecho internacional humanitario.
El derecho internacional comienza a romper el cerco discursivo que los medios hegemónicos se niegan a abandonar. Allí donde otros dramas humanitarios son narrados con sensibilidad, en este caso se habla de “operaciones”, “escaladas”, “intercambios”. Jamás de crímenes de lesa humanidad.
La crítica al sionismo no es antisemitismo. Es una obligación ética cuando un proyecto político se ejerce con mecanismos basados en etnocidios, de supremacía legal y de negación de derechos. Intelectuales como Hannah Arendt, Edward Said, Judith Butler y Joseph Massad han denunciado los excesos del sionismo moderno, despegándolo de la historia del pueblo judío y enfocando en su lógica colonial, racializada y supranacional.
El sionismo excede el marco religioso o nacional: articula redes diplomáticas, empresariales y militares de escala global. Israel no actúa solo: cuenta con apoyo financiero y cobertura estratégica de Estados Unidos, que durante décadas lo ha sostenido como enclave militar y político en Medio Oriente. Washington delega ofensivas y mantiene impunidad en nombre de su propia seguridad global.
A esto se suma un nuevo reordenamiento geopolítico. China, Rusia e Irán lideran una narrativa contra hegemónica. Beijing ha condenado los ataques israelíes y busca posicionarse como mediador en la región, mientras protege sus intereses energéticos. Moscú respalda verbalmente a Irán, pero evita compromisos militares directos. La incorporación de Irán a los BRICS refuerza la idea de un sur global en disputa con el poder occidental. Tanto China como Rusia han expresado su solidaridad. La multipolaridad es todavía un lenguaje en construcción.
También existen voces críticas desde Oriente que problematizan los usos del discurso anticolonial. Hamid Dabashi advierte contra los nacionalismos autoritarios que, en nombre de la soberanía, sofocan disidencias internas. El filósofo sirio Sadiq Jalal al-Azm denuncia tanto el orientalismo occidental como el esencialismo árabe que margina minorías y disuelve toda posibilidad democrática. El fundamentalismo no es exclusivo de un lado: toda forma de supremacía, religiosa o ideológica, es incompatible con la convivencia.
La escalada entre Israel e Irán evidencia que la arquitectura internacional está en crisis. La autodefensa ya no es una excepción jurídica, sino una coartada permanente. Y la seguridad se invoca para justificar bombardeos a hospitales, universidades y barrios enteros. En este escenario, lo que se discute no es sólo el destino de Palestina. Es la vigencia misma del derecho internacional como herramienta para proteger la vida.
Frente a esto, es imprescindible recuperar una ética política fundada en la autodeterminación de los pueblos, en la defensa de los derechos humanos, y en la posibilidad de una paz justa. Rechazar tanto el relato hegemónico como los fanatismos que reproducen lógicas de exclusión. Ni pueblos elegidos por Dios, ni gobiernos que se arrogan el monopolio de la verdad o del dolor.
Lo que está en juego es si el mundo será regido por la impunidad del más fuerte o por la dignidad compartida de quienes insistimos en que la humanidad no es negociable.
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