Columna de opinión

A Atahualpa Yupanqui, sus padres José Demetrio Chavero e Hinginia Carmen Harain lo bautizaron con el nombre de Héctor Roberto Chavero. La familia vivía en provincia de Buenos Aires en Campo de la Cruz, un paraje cercano a la localidad de Juan Andrés de la Peña en donde José Demetrio era jefe de la estación ferroviaria. Una de las teorías cuenta que la cercanía con Pergamino motivó a que la familia se trasladara hasta allí, dado que la partera residía y atendía en esa ciudad.
El universo cultural y el marco paisajístico donde transcurrió la infancia de Yupanqui asistieron a la construcción de una personalidad, que más tarde el artista volcó con absoluta lealtad, como un bagaje empírico en una de las obras más representativas y genuinas del arte folklórico argentino. Obra que no fue sólo concebida por una observación aguda asociada a la inspiración. Además, Atahualpa formó parte de ese elenco de hombres anónimos que cotidianamente van tejiendo la trama de un patrimonio cultural.
Son tres los pilares desde donde edifica toda su obra musical, literaria y también su pensamiento: el hombre, la tierra y el universo. Estos espacios donde la simpleza de lo cotidiano y los misterios del alma se interconectan trazaron en Yupanqui una singular maestría creadora, para que él los aborde con elementos que son recurrentes en todas sus producciones: el silencio de la introspección, de lo reflexivo; el camino como destino inevitable, la soledad pero no el aislamiento y su eterna compañera, la guitarra.
Fue alimentando una comunicación casi mística entre el entorno, su condición de paisano errante y el instrumento. Esa profundidad, que lo llevó a aseverar que «en la madera de la guitarra anidan aún el canto de los pájaros de cuando ésta antes fue árbol», tallará entonces la sensibilidad de quien acaricie sus seis rumbos el dar o no con el registro de aquellas emociones grabadas en la carne de la tierra. Vaya manera tan bella y particular de mirar cómo la naturaleza y la música conspiran para el desvelo de quienes no quieren congelar su espíritu.
Escribió varios libros como Piedra sola, Aires indios, El canto del viento, tal vez el más leído y emblemático de su obra literaria, La Capataza (editado post mortem), Guitarra, El Payador perseguido y Cerro Bayo (novela folklórica). Este último fue llevado al cine con el nombre de Horizontes de Piedra, dirigida por Román Viñoly Barreto y protagonizada por Mario Lozano, Milagros de la Vega, Julia Sandoval y el mismo Atahualpa. El estreno se realizó en 1956, y ese mismo año ganó el primer premio a la mejor música de película, compuesta por Yupanqui, en el Festival Internacional de Cine en Checoslovaquia realizado en Karlovy Vary. También se desempeñó como actor en la película Zafra dirigida por Lucas Demare y protagonizada por Graciela Borges, Alfredo Alcón y Enrique Fava, verdadera joya del cine nacional.
Fue respetado, admirado y reconocido en varios países del mundo como Japón, Alemania, España, pero su mayor cosecha la encontró en Francia. En 1948 se conocieron con Edith Piaf, quien deslumbrada con su arte organizó una presentación en París que ambos compartieron. Ese gesto tan generoso le permitió continuar su siembra en el Viejo Mundo.
En 1989 la prestigiosa Universidad de Nanterre le confió la creación de la letra para una cantata que se estrenó durante los festejos del aniversario de la Revolución Francesa: escribió la obra La palabra sagrada.
Si bien encontró en Europa su principal fuente de trabajo, jamás olvidaría su pampa de balidos y yerras, su Tucumán añorado y muy especialmente su Cerro Colorado en el norte cordobés donde vivía con su esposa Antonieta Paula Pepín Fitzpatrick, excelente concertista canadiense, conocida por el seudónimo artístico de Pablo del Cerro, ladero de muchas de sus creaciones. Don Ata decía que paisano es el que lleva el país adentro. Por eso iban con él sus paisajes añorados, los que le dieron identidad y razón a su existencia.
Se fue para el silencio un 23 de mayo del año 1992, en Nimes-Francia, cuando se disponía a dar un recital. Seguramente sintió que ya no le cabían más acordes en su corazón, pidió disculpas y se retiró al hotel donde se hospedaba.
Leer o escuchar su obra también es descubrir a uno de los pensadores y humanistas más lúcidos y sensibles de nuestra historia. Sus canciones atravesaron a varias generaciones y fueron interpretadas por diferentes géneros y estilos. Este maestro que trasciende a la eternidad, afirmaba que «la misión del artista es alumbrar, no deslumbrar…».
Bien sabía Don Ata de vanidades, tal vez porque buscó en el silencio de esas noches desveladas, la mas profunda verdad para merecer una lágrima de su guitarra.«
* Cantante y guitarrista folklórico
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