El «alter ego» de Patricia Bullrich

Por: Ricardo Ragendorfer

"El que las hace las paga" escribiría la ministra Bullrich en su cuenta de X un siglo después.

En el recinto de la Cámara Baja transcurría la segunda jornada del tratamiento de la llamada Ley Ómnibus. Y en los alrededores del edificio parlamentario se desarrollaba el panic show de la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich: sus mastines humanos –medio millar de uniformados pertenecientes a la Policía Federal, Prefectura y Gendarmería– arremetía con exagerado ímpetu contra manifestantes, periodistas y simples peatones.

En medio de tales circunstancias, ella ofreció una conferencia de prensa televisada en vivo por todas las señales de noticias. Y con su típica gestualidad –ojos esquivos, mandíbula apretada y labios casi inmóviles– su voz sonaba sin ninguna clase de matices. Entonces, dijo:

–Es un operativo de despeje de las calles. Y como es lógico, hubo algún momentito de tensión.

En ese mismo instante, en la Plaza del Congreso, una patota de policías golpeaba a un grupo de jubilados, mientras un compacto cordón formado por prefectos con escudos, les impedía retirarse.

Otros esbirros federales, distribuidos en diversos sectores del –diríase– «teatro de operaciones», disparaban balas de goma desde sus motocicletas, y rociaban caras con gas pimienta (dotado de un elemento quemante), además de apalear a quienes tuvieran a mano.

La escalada represiva había comenzado al atardecer del miércoles y se prolongaría hasta la madrugada del sábado.

Durante gran parte de aquel lapso, la ministra se mantuvo en su puesto de lucha: la Sala de Situación de la Policía Federal.

Allí, ante un panóptico de pantallas, monitoreaba con sumo deleite cada ángulo de los incidentes, quizás fantaseando con que esa faena tendría su lugar en los anales históricos del disciplinamiento social.

Lo cierto es que esas imágenes remitían a otra ya remota, protagonizada –justamente en ese mismo sitio– por un individuo cuyo espíritu parece haberse colado en el cuerpo de esa mujer.

En este punto es necesario retroceder al 1 de mayo de 1909.

Aquel día, con el propósito de homenajear a los Mártires de Chicago, la Plaza Lorea, frente al Palacio del Congreso lucía colmada de anarquistas.

El coronel Ramón Lorenzo Falcón los observaba desde su carruaje. Ese tipo era el jefe la Policía de la Capital.  

Durante la mañana de ese sábado, desplegó unos 150 mastines humanos del Escuadrón de Seguridad, y otro centenar del Cuerpo de Caballería. Todos armados hasta los dientes.

Los oficiales al mando de la tropa esperaban que Falcón simplemente parpadeara para entrar en acción.

El acto se desarrollaba con normalidad. El coronel parecía disfrutar de lo que decían los oradores. De hecho, ese individuo delgado, de mirada gélida, con pómulos marcados y mostacho con medio rulo hacia arriba en las puntas, exhibía una sonrisa cargada de soberbia. ¿Acaso era consciente de estar a un solo milímetro de convertirse en el primer represor argentino del siglo XX?

Recién entonces parpadeó.

La embestida policial sobre la multitud fue impiadosa: a sablazo limpio los de la caballería, y a tiros de fusil los uniformados de a pie.

En aquella ocasión hubo 14 muertos y 109 heridos, desparramados en las inmediaciones de la calle Solís y la Avenida de Mayo.

Al cabo de la faena, Falcón consultó su reloj de bolsillo. 

Semejante gesto fue captado por los ojos de un manifestante, y jamás se le borró de sus retinas. Era un muchacho alto, muy delgado, con un bigotito ralo y mandíbula prominente. Tenía 17 años.

Tal fue el inicio de la Semana Roja, denominada así por la prensa a raíz de su profusión sangrienta.

El siguiente capítulo, en medio de una huelga general que supo paralizar al país, ocurrió el 4 de mayo, cuando unos 60 mil manifestantes acudieron a la Morgue Judicial –para reclamar la entrega de los cadáveres– y, horas después, al cementerio de la Chacarita, donde fueron atacados nuevamente por la horda policial. Ese martes hubo un saldo indeterminado de muertos y heridos.

El coronel observaba la masacre desde su carruaje, como quien fiscaliza una prueba de tiro al blanco.

Tal imagen también quedó grabada en los ojos del muchacho de bigote ralo. Su nombre: Simón Radowitsky.

Claro que entre esas matanzas y la reciente salvajada de Bullrich hubo otros hitos en la materia, como la Semana Trágica en enero de 1919, con un saldo de 700 muertos. O la “Patagonia trágica”, en la provincia de Santa Cruz a fines de 1921, con un saldo de 1500 obreros rurales fusilados por orden del coronel Benigno Varela. O la marcha convocada por la CGT el 30 de marzo de 1982, durante la presidencia del general Leopoldo Galtieri, con un saldo de 950 heridos y 2074 arrestados. O la represión a las puebladas del 19 y 20 de diciembre de 2001 contra el gobierno de Fernando De la Rúa, con un saldo de 150 heridos y 36 muertos.

Pero retomemos la figura del coronel Falcón, el alter ego de Patricia.

Durante el mediodía del 14 de noviembre de 1909, el tipo venía por la calle Quintana a bordo de su carruaje tirado por dos caballos. Lo acompañaba su secretario privado, Juan Lartigau. Regresaban del funeral de un comisario en el cementerio de la Recoleta.

Ambos conversaban animadamente. 

Tan animadamente, que no llegaron a advertir la súbita aparición de esa silueta vestida de negro, justo en la esquina de Quintana y Callao. 

El paquete que arrojó Radowitsky fue a parar al piso del coche, entre las piernas de Falcón. Eso sí él lo llegó a advertir. Pero sin tiempo de reaccionar.

La explosión partió el rodado por la mitad. Una de las botas del coronel –de cuya caña sobresalía una pantorrilla mutilada– voló hacia la esquina.

Radowitsky se dio a la fuga, pero al rato fue detenido.

Falcón, trasladado con urgencia al Hospital Fernández, empezó a tomar sus primeras lecciones de arpa unos minutos después. Y Lartigau, a la hora.

Ellos entonces volvieron a al cementerio de la Recoleta, pero en sendos trajes de madera.

Un destino no menos cruento tuvo el coronel Varela, ajusticiado a tiros, el 27 de enero de 1923, por el anarquista Kurt Gustav Wilckens, en represalia por los fusilamientos patagónicos.

“El que las hace las paga”, escribiría la ministra Bullrich en su cuenta de X (ex Twitter) un siglo después.

Claro que se refería a los “inadaptados” que habían quemado algunos contenedores de basura en la Avenida de Mayo durante lo noche del viernes.

Para entonces, la Ley Ómnibus ya había sido aprobada en general con el respaldo de la “oposición amigable”

El orden público estaba restablecido.

Y en las adyacencias del Congreso flotaba un silencio sepulcral.  «

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