El arte de reparar vajillas

Por: Mónica López Ocón

Según dice la Biblia, dios hizo al hombre con barro. Hasta aquí su tarea no fue otra que la de un simple alfarero. Luego, a partir de un soplo, le dio vida. Y, en este punto, se convirtió en un alfarero vip o, si se quiere, dejó de ser un artesano y se transformó en un artista. Lo cierto es que nuestro material primordial es el mismo que el de cualquier vasija o ensaladera cerámica. 

De acuerdo con el Popol Vuh, el libro sagrado de los mayas, y otras cosmogonías prehispánicas,  los hombres fueron hechos de maíz. Lo cierto es que las divinidades fueron bastante pragmáticas a la hora de ponerse a modelar seres humanos. El dios bíblico esperó que la lluvia cesara, fue hasta el fondo de su casa y comenzó a acarrear barro, quizá en el baldecito de lata de su infancia. Las divinidades del Popol Vuh, en cambio, abrieron las alacenas de la eternidad y nos hicieron con lo que tenían más a mano en la cocina.

Pero el barro, según parece, se impuso sobre otros materiales, sencillamente, porque también se impuso por estas latitudes el dios de los europeos sobre los dioses de los pueblos aborígenes. Somos una cultura mestiza. No por casualidad un grupo de intelectuales hizo una canción conmovedora  inspirada en un cuadro del gran pintor ecuatoriano Oswaldo Guayasamín, «Origen», que han cantado, entre otros, Paco Ibáñez: «Vasija de barro». Dos de sus estrofas dicen: «Yo quiero que a mí me entierren /como a mis antepasados/ en el vientre oscuro y fresco/ de una vasija de barro. / De ti nací y a ti vuelvo, arcilla vaso de barro/ con mi muerte vuelvo a ti/ a tu polvo enamorado.”

Una versión latinoamericana de la sentencia bíblica “De polvo somos y al polvo volveremos” más un agregado de Don Francisco de Quevedo: “polvo enamorado”

Conclusión: estamos hechos de un material precario. El dios de los invasores nos hizo aparentemente fuertes, pero muy quebradizos. Un golpe o una caída pueden hacer de nosotros un montoncito de fragmentos  inconexos que al perder su lugar original pierden también su sentido, si es que alguna vez lo tuvieron. Vivimos disimulando las roturas, las quebraduras, las piezas faltantes. Andamos siempre en busca de que algo nos restaure, de un pegamento mágico, invisible, que nos haga parecer seres enteros. Si algún arte practicamos en sociedad es el del disimulo y el ocultamiento. Por eso, ante la pregunta “¿Cómo estás?” contestamos “Bien, fantástico”, mientras sostenemos como podemos nuestros pedazos sueltos que amenazan con desmoronarse a cada paso. Si bien de jóvenes creemos ser inmortales, somos inmortales apenas un ratito. Nuestra pequeña y petulante eternidad tiene fecha de vencimiento.

Además del disimulo tenemos otros recursos para intentar restaurar nuestros fragmentos procurando borrar las marcas de nuestras roturas. No se ilusionen, ni el Poxipol ni La gotita sirven para estos menesteres.

Los que nos empecinamos en creer que las palabras curan vamos al psicoanalista con la ilusión de reparar aquella pieza que se rompió en la infancia, que no tenía repuesto y que  sigue sin tenerlo, porque, según parece, ni siquiera en los países más desarrollados existe una industria capaz de fabricar las piezas faltantes para remediar desdichas infantiles, por lo que levantamos el edificio de la adultez sobre una superficie fallida, sobre placas tectónicas que no dejan nunca de desplazarse.

Quienes creen que volver el tiempo atrás es la forma más eficaz de que no se noten las rajaduras, van al cirujano plástico. Tengo una amiga a la que el bisturí le quitó 20 años de encima. Pero aunque luego de la operación encontró en el espejo a la mujer que había sido dos décadas atrás, descubrió que su proustiana búsqueda del tiempo perdido era completamente inútil. Sus seres queridos no habían retrocedido en el tiempo y se encontró más sola que nunca. Con 20 años menos seguía siendo huérfana.

Por eso creo que ante nuestros pedazos rotos no hay que recurrir a ningún profesional de la salud mental o física, sino a un buen alfarero. En lo posible, este artista del barro debe ser oriental, más precisamente, japonés. Es que fueron los japoneses quienes en el siglo XV desarrollaron la técnica del Kintsugi, una forma de reparar piezas de cerámica sin tratar de esconder sus roturas, sino, por el contrario, haciéndolas evidentes. Consiste en reunir los fragmentos con una mezcla de resina de un árbol llamado urushi y polvo de oro. De este modo el objeto se enriquece incorporando su propia historia. Por detrás de esta técnica artesanal está la filosofía zen del wabi sabi que reivindica la belleza de lo imperfecto en la certeza de que nada dura para siempre ni puede librarse de los rigores del infortunio. Lejos de poner sal en las heridas, o pegamento epoxi en las grietas y roturas, esta técnica las remarca con esa mezcla de metal precioso. El objeto aumenta su valor mostrando sus fragmentos como si dijera que hay que ser muy fuerte para mostrar su debilidad.

El urushi, lamentablemente, crece muy lejos: es nativo de Japón, China y Corea, pero quizá se pueda conseguir por Internet un frasquito con su resina. En cuanto al polvo de oro, no sé qué decirles. ¿Se conseguirá en grandes ferreterías o habrá que buscarlo en las cuevas del dólar paralelo? Hoy en día, no se salvan de la tiranía del mercado ni siquiera las heridas.

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