El Fondo ha renovado su discurso, pero sus recomendaciones están reñidas con ese cambio.
El FMI fue creado tras la Segunda Guerra Mundial para cumplir el rol de auxilio ante crisis externas. Esto lo distingue de los bancos multilaterales de desarrollo como el Banco Mundial o el Banco Interamericano de Desarrollo, que prestan a los países orientados al mediano y largo plazo, buscando cambios estructurales. Esta banca presta para financiar puentes, compras de computadoras o capacitaciones, buscando que redunde en mayor crecimiento futuro. Aunque los lineamientos con los cuales definen estos planes han sido cuestionados, en especial desde los años ’90, está claro cuál es su horizonte de acción y el destino de los fondos.
No pasa igual con el FMI, que presta fondos que llegan sin un destino evidente para la ciudadanía. El Fondo no presta para el desarrollo, ni para mejorar las condiciones de vida de la población, sino ante una crisis en la balanza de pagos. Este rol de rescatista le da una posición única para influir de forma explícita en el diseño de la política económica de los países justo cuando atraviesan crisis. Esto hizo que el FMI se convirtiera en el portavoz de los acreedores, ganando relevancia para diseñar programas de reforma estructural que atienden, justamente, el interés de los prestamistas por sostener el flujo de repago de parte de los deudores. De hecho, este tránsito de funciones se completó mediante el Plan Brady, que surgió como respuesta a la incipiente confluencia de países deudores de América Latina, conocido como Consenso de Cartagena.
El FMI se alzó como representante de los acreedores para incidir en la política económica de los países deudores: recomendarles cómo hacer para sostener el flujo de pagos. Para ello, pone sobre la mesa dos grandes ejes de acción, el ajuste fiscal y las reformas estructurales. El ajuste fiscal no sólo refiere a la reducción del gasto público, sino también al cambio en la forma de gastar y recaudar en un sentido más inequitativo. Por el lado de las reformas, el Fondo ha ido incorporando áreas de influencia de manera sistemática, al punto de haber sumado acciones ligadas a la crisis climática. Mediante su capacidad de guiar la forma que toma el crecimiento económico se puede entender cómo se ha disociado de bienestar de la población.
Es que, a pesar de esta influencia creciente, el FMI se ha negado a aceptar que está subordinado al derecho internacional de los derechos humanos, que se orienta justamente a garantizar vidas dignas. Esto es llamativo, porque el FMI es parte de Naciones Unidas, que tiene a los Derechos Humanos como su carta constitutiva y guía de acción. Además, como otros organismos multilaterales, está compuesto por Estados nacionales que están obligados por este entramado normativo. Y también porque las áreas de influencia sobre las que opera, tienen impactos directos sobre la garantía de estos derechos.
Tras estudiar minuciosamente la relación con el FMI, Noemí Brenta sugirió que la Argentina se encuentra atrapada en un círculo vicioso donde las recomendaciones del organismo la sumen en una dependencia de la cual no puede salir. Aunque el país expresa una situación extrema (por la recurrencia y el peso de los acuerdos), está lejos de ser una anomalía en la región: el FMI se erige como una traba al disfrute de los Derechos Humanos en toda América Latina y el Caribe.
El FMI ha tenido fuerte influencia en la economía argentina mediante sus recomendaciones y vigilancia. Esto es especialmente cierto en períodos donde los gobiernos adoptan políticas neoliberales de apertura y desregulación, pero sus efectos se sostienen en el tiempo como una carga difícil de desestimar. Con la aprobación de un nuevo acuerdo, la deuda total con el organismo excede los 64 mil millones, que es más que todas las reservas internacionales que tiene el Banco Central y que difícilmente pueda ser pagado en los años por venir. Mientras, se abonarán intereses, servicios y sobrecargos. El FMI vino a quedarse, y a través de sus revisiones trimestrales marca el rumbo económico del país.
Este examen periódico sigue los parámetros de repago de deuda: profundizar el ajuste y acumular reservas para pagar, incluso si eso va contra las condiciones de vida de la población. Así, el FMI avanza, por ejemplo, avalando el ajuste del actual gobierno, a pesar de su carácter lesivo sobre los derechos a la educación, a la salud, al trabajo digno o al hábitat. Es más: le exige profundizar ese rumbo, avanzando en reformas laborales y previsionales que amplíen la precariedad de la vida (obligando a trabajar más en peores condiciones laborales), e insistiendo en la privatización de empresas públicas. A pesar de hablar de reglas claras, el FMI omite el respeto por el estado de derecho, convalidando acuerdos firmados sin respeto de las leyes nacionales –la Constitución, la Ley de Administración Financiera y la de Sostenibilidad de la Deuda–.
El FMI ha renovado su discurso, incorporando la referencia a la situación de las mujeres y el cambio climático, pero sus recomendaciones están reñidas con estas afirmaciones. La pérdida de acceso garantizado a ciertos servicios públicos –merced del ajuste– es especialmente dañina sobre las infancias, las mujeres y las personas LGBTI+, que no sólo ven incrementarse su carga de trabajo de cuidado no remunerado, sino que también pierden posibilidades de empleo. En 2023, en la peor sequía del país en seis décadas, el FMI siguió cobrando por la deuda mientras insistía en avanzar en reformas que profundizaran la dependencia primario-exportadora, no sólo con el agro sino con la minería y los hidrocarburos.
La historia del país con el FMI, incluso la muy reciente de 2018, indica un persistente fracaso de sus sugerencias para mejorar nuestras vidas y ampliar el disfrute de los derechos humanos. No es extraño que entre la población exista un fuerte sentimiento contrario al organismo. Una vez más, por una preferencia ideológica o geopolítica, el FMI le aporta fondos a un programa económico insostenible. Nos quedará para los años que sigan el daño causado, y el peso de la deuda.
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