
Hay otra cara de la cultura política argentina, el autoritarismo, que ha resurgido con fuerza.
El final de la dictadura de Augusto Pinochet en Chile llegó con una consulta popular vinculante. Se realizó el cinco de octubre de 1988. La pregunta era simple: la continuidad de dictador o el llamado a elecciones libres. El resultado fue de 44% a favor de Pinochet y 55% para la democracia. Quedaba plasmado en esa foto que casi 1 de cada 2 chilenos preferían vivir en dictadura. Un cuadro social difícil de digerir. Mostraba una diferencia ancestral en el corazón del pueblo chileno. Un vecino, un padre, una madre, un hermano, que habían votado a favor de un régimen que había producido presos políticos, asesinatos, exiliados.
En Argentina, por múltiples motivos, entre ellos la lucha de las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo, el proceso fue distinto. La dictadura no pudo dejar un gobierno “amigo”, ni con el nivel de condicionamiento que hubo en Chile o en Uruguay. El país se transformó en ejemplo mundial a partir del Juicio a las Juntas, más allá de las idas y vueltas que vinieron después. El consenso de la sociedad argentina detrás de la democracia era-o parecía-más unánime que en otros países de la región. ¿Realmente era así? ¿O las atrocidades de la dictadura hicieron que los partidarios del proceso se refugiaran en el silencio y desplegaran en secreto sus posiciones, como una secta que practica a escondidas sus creencias?
Hay momentos, ahora, a 40 años de la restauración democrática, en los que lo que parecía tan unánime ya no lo es. Javier Milei, secundado por defensores explícitos de la dictadura militar, crece en el respaldo electoral. Y cada vez es mayor el peso que tienen dentro de Juntos por el Cambio figuras como Patricia Bullrich y Ricardo López Murphy. Son datos que ponen en duda hasta qué punto había abrazado la democracia la sociedad argentina.
El gobierno del Frente de Todos fracasó en la distribución del ingreso, en la mejora del poder adquisitivo de los salarios y jubilaciones. La inflación carcome el poder de compra de la mayoría de la población y genera una percepción permanente de inestabilidad. Esto, sin embargo, no puede funcionar como excusa para justificar el resurgimiento de la Argentina autoritaria y su reivindicación desembozada de la muerte. La idea de que este proceso es culpa de la democracia o de la dirigencia política comprometida con la democracia, dados los niveles de pobreza que persisten en la Argentina, es peligrosa. Construir excusas sobre el rebrote autoritario desde el campo nacional, popular y democrático es ceder terreno frente a un enemigo al que hay que no hay que dejar ni medio centímetro. Al proyecto de la muerte que vuelve a abrirse camino en el seno de la sociedad no hay que ofrecerle un solo segundo de respiro. «
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